Sonntag, 30. September 2012

La otra esquina de la memoria



Todos sabemos que la historia política del Perú está salpicada de sangre. No voy a recurrir a los manuales de enseñanza donde se cuenta con muy mala intención, desde la visión del vencedor, los acontecimientos históricos, o sea, las peleas entre criollos y burgueses para dejarnos esta patria bruta y achorada que padecemos. Está clarito que la burguesía y sus agentes políticos usaron al pueblo para lograr sus fines que nunca fueron ni son los fines populares. Lo mismo hizo Sendero Luminoso que organizó la guerra en nombre de un pueblo que nunca se lo pidió. Mi partida hacia Alemania, a inicios de los 80, me apartó de los grupos literarios y sus polémicas, me aisló de la sociedad en plena ebullición: huelgas, marchas, crisis económica, guerra interna, recesión, corrupción, ratería y otras lindezas que convirtieron al Perú en un burdel, al decir de Pablo Macera, o en una gigantesca cloaca, según el poeta Domingo de Ramos.
El asesinato de un grupo de periodistas y las primeras masacres contra campesinos por parte de las Fuerzas Armadas en su afán de liquidar a las huestes de Sendero Luminoso me motivaron a escribir la historia Pacha Tikra! (¡Mundo revuelto!) con el que gano el primer puesto de los Juegos Florales Josafat Roel Pineda (1988) y que fuera incluido en el libro de cuentos La danza de la viuda negra (2001) y antologado por Mark Cox en Cincuenta años de narrativa andina (2005). Desde 1980 hasta la actualidad han transcurrido algo más de tres décadas, creo que aún es prematuro para exorcisar todos los demonios de la guerra, para hablar de sus heridas, de sus cicatrices, aún es necesario que se abra paso a la verdad verdadera que se inició con las investigaciones de la Comisión de la Verdad y Reconciliación, y a los escritores nos asiste el deber, si queremos, claro, de encontrar el camino que desciende al infierno para recoger los retazos de la memoria y escribir creadoramente aquellos años que se niegan en todos los estratos oficiales y oficiosos.
Cuando en el 2004 Mark Cox publica Pachaticray (El mundo al revés) – Testimonios y ensayos sobre la violencia política y la cultura peruana desde 1980 da cuenta que “desde 1982 por lo menos 104 escritores han publicado 192 cuentos y 47 novelas sobre el tema”, entonces no sólo son, además de Mario Vargas Llosa, Alonso Cueto, Iván Thays, Santiago Roncagliolo, Daniel Alarcón, entre otros, “más de una docena de escritores han tratado el tema” (Enrique Sánchez Hernani). A estas alturas ese número ha crecido considerablemente y algunos escritores incluso han merecido el reconocimiento de premios importantes.
La visión literaria urbana, limeña o cosmopolita más difundida que se tiene de la guerra interna es aquella que la encarnan autores como Víctor Andrés Ponce que dio a conocer De amor y de guerra en 2004 como “la primera gran novela de la dolorosa guerra que Sendero Luminoso desencadenó en el Perú y sobre la heroica resistencia de los ronderos durante los ochentas”, según se anota en la contracarátula. Pero es, primero, Alonso Cueto que con La hora azul (2005) al obtener el Premio Herralde de Novela en Barcelona (España) “internacionaliza literariamente” el asunto de la violencia política y en la novela se cuentan los avatares de un próspero abogado limeño, hijo de un héroe militar que estuvo a cargo de un cuartel en Ayacucho. Después, en 2006, Santiago Roncagliolo gana el Premio Alfaguara con la novela Abril Rojo que no fue muy bien recibida en ciertos sectores de la cultura peruana debido a los infinitos errores que comete en la trama y en el estilo. Daniel Alarcón, desde EEUU, en los cuentos Lima, Perú, 28 de julio de 1979 y en Guerra a la luz de las velas (2006) que le da el nombre a su libro, explica las razones internas de algunos levantados en armas y el 2007 en su novela de post-guerra Radio Ciudad Perdida, Norma, la protagonista, a través de las ondas de una radio intenta reunir a los familiares de los desaparecidos. Catapultado por la fama que le otorgó el premio Alfaguara, Santiago Roncagliolo se manda con La cuarta espada (2007) que no es un buen “documento periodístico” ni tampoco “una novela en la tradición de A sangre fría” como prentenden sus editores. Anagrama premia en calidad de finalista del Premio Herralde de Novela 2008 a Un rincón llamado oreja de perro de Iván Thays, que se la puede leer de un tirón, aunque para mí no está a la altura de las obras primigenias del autor. También el Nobel peruano Mario Vargas Llosa se “mete a la guerra” y escribe Lituma en los Andes, Premio Planeta 1993, donde narra la vida del cabo Lituma y su adjunto Tomás en un campamento minero de la sierra peruana amenazados constantemente por los guerrilleros maoístas de Sendero Luminoso.
No hay que olvidar que también los militares han escrito sobre la guerra. Uno de los primeros libros que me llegó fue Un rincón para los muertos (1987) de Samuel Cavero un oficial de la Fuerza Aérea Peruana y con estudios de literatura y lingüística en la Universidad Católica. La novela Desde el valle de las esmeraldas (2011) del oficial de infantería Carlos Enrique Freyre, que narra los problemas y las contradicciones de las huestes del ejército en la zona de emergencia. Carlos Edal con Cuentos Verdes de la zona roja (1993) nos entrega las historias de aquellos jóvenes que les toca cumplir el servicio militar en Ayacucho en plena lucha antisubversiva. En un ensayo publicado en el blog del Gremio de Escritores del Perú, Samuel Cavero cita a Carlos Edal: “Es verdad, que cada uno de nosotros tendrá su propio cuento de los años de la violencia que la sociedad peruana ha tenido que enfrentar, dejándonos una huella imborrable. Es interesante en cuanto se ha escrito mucho desde la visión del pueblo o de los subversivos, pero pocas veces desde los militares quienes igualmente sacrificaron muchas vidas”. Hace poco Luis Fernando Cueto, chimbotano, ex policía y abogado, ganó la última versión del Premio Copé Internacional 2011 con su novela Ese camino existe (2012), que con un lenguaje sobrio va trazando la azarosa vida en los campamentos antisubversivos y subversivos, los sentimientos de los diversos protagonistas "los dibuja" con un endiablado trazo a la manera de un experimentado pintor y para bien de todos los lectores.
Para escribir mi novela El espanto enmudeció los sueños (2010), me pasé algo de más de tres años sumergido entre blogs, ensayos y artículos periodísticos de diversos autores que analizan los tiempos violentos y a sus protagonistas, así como en la lectura de más de una cuarentena de libros que analizan y denuncian la guerra sucia que se inicia el 18 de mayo de 1980. Desde, sólo para citar algunos títulos, Guerra popular en el Perú – El pensamiento Gonzalo (1989) editado por Luis Arce Borja, Sendero (1991) de Gustavo Gorriti, Muerte en el Pentagonito (2004) de Ricardo Uceda, pasando por Los topos (1991) de Guillermo Thorndike, Ojo por ojo (2003) de Umberto Jara, Sin Sendero (2009) de Vladimiro Montesinos, Que difícil es ser dios (1989) de Carlos Iván Degregori, hasta De puño y letra (2009) de Abimael Guzmán Reinoso.
En este tramo descubrí también a muchísimos autores que han dedicado su pluma creativa a los asuntos de la guerra desde diversos ángulos, disímiles en toda línea, pero con un conocimiento bastante profundo de las luchas, las esperanzas y las contradicciones andinas, escenarios donde se libraron las feroces batallas de armados contra armados y el gran pueblo desarmado. Fue justamente en el 2009 que viajé a Lima y se me ocurrió la locura de visitar la cárcel de máxima seguridad Miguel Castro Castro, el pabellón B, donde me encontré con los miembros del Grupo Literario Nueva Crónica. La manera como logré mi ingreso a la cárcel puede formar parte de una alucinante novela. Aquí pude conversar con el famoso director de teatro campesino Víctor Zavala Cataño y Víctor Hernández que publicó Golpes de viento (2008) un volumen de cuentos sencillos, llenos de tensión e intensidad, donde se siente la calidad de seres humanos, con todas sus contradicciones, de quienes cayeron por sus ideales, asumiendo la violencia revolucionaria como partera de la historia. El cajamarquino, Agustín Machuca Urbina, en Trece días (2012) narra los días de torturas que sufre un combatiente del Ejército Guerrillero Popular del PCP.
Anteriormente había leído Camino de Ayrabamba y otros relatos (2007), una antología escrita en la prisión por algunos miembros del Grupo Literario Nueva Crónica. Desde Harta cerveza y harta bala (1987) Luis Nieto Degregori mostró su preocupación por el tema de la insurgencia senderista y la contrainsurgencia militar, lo siguió en La joven que subió al cielo (1988) donde una chica enamorada de un senderista pasa dos semanas con un grupo insurgente durante su campaña armada y en Como cuando estábamos vivos (1989) cuando el conflicto sangriento se extiende en todo el país. Félix Huamán Cabrera le da voz a un sobreviviente del exterminio de una comunidad campesina por parte del ejército en la novela Candela quema luceros (2006), cuya primera edición data de 1989. Susana Guzmán, hermana de Abimael, también cuenta una historia otoñal ambientada en los años cincuenta e incluye pasajes sobre el huracán de Sendero Luminoso en En mi noche sin fortuna (1999). También circularon con éxito La otra versión (2003) y Lo que se viene (2006) de Gabriel Uribe. Desde el cuzco Areli Aráoz Villasante nos entrega Después del silencio (2007) una historia de amor y traición en el marco de la guerra subversiva. Con El idioma del fuego (2007) Martín Reátegui Bartra retrata las luchas de los pueblos selváticos confrontados al flagelo violentista que azotó a nuestro país.
Dante Castro es otro de los autores que se define como "poco recomendable para cardiacos, no sugerible para sentimentales e inelegible para señoras respetables", ha remecido la literatura nacional a través de sus narraciones y ensayos publicados en internet como en sus emblemáticos libros Otorongo y otros cuentos (1986) o Tierra de pishtacos (1999). Sin duda, entre los mejores libros que tratan la guerra desde dentro se pueden mencionar la galardonada novela Retablo (2006) del ayacuchano Julián Pérez y La niña de nuestros ojos (2010) del cajamarquino Miguel Arribasplata Cabanillas. Desde París Mario Wong escribió Su majestad el terror (2009). Óscar Colchado Lucio también nos entregó Rosa Cuchillo (2000) que narra, apoyándose en la mitología, los dos mundos, el de la guerra y el de la muerte. El autor Jorge Flórez-Áybar, nacido a orillas del Lago Titicaca, en su libro La agonía de Kamáchiq (2009) talla el drama de los hombres del Ande. Lo mismo que en Hienas en la niebla (2010) su autor, Juan Morillo Ganoza, ofrece una perspectiva diferente sobre las acciones de los personajes que participaron en la guerra interna. La novela Confesiones de Tamara Fiol (2009) del famoso Miguel Gutiérrez contando las aventuras del reportero salvadoreño-norteamericano Scott Bartres que llega al Perú para realizar un reportaje sobre las mujeres de Sendero teniendo como confidente a Tamara Fiol, quien le expone como empezó todo, incluido las revueltas de los sesenta y la llegada del conquistador Pizarro a Piura, es una cháchara aburrida y ni siquiera la belleza de Tamara y sus frenéticos actos sexuales resultan atractivos. Ha sido Rodrigo Nuñez Carvallo quien ha publicado Sueños bárbaros (2010) una novela muy original, aunque no trata directamente de la violencia, sino más bien sus secuelas calando en forma sorprendente al interior de un grupo de apasionados por el cine y el amor a la vida. Jorge Espinoza Sánchez en Las cárceles del Emperador (2007) retrata la arbitrariedad y el horror de la oscura etapa fujimontesinista en cuanto al atropello de los derechos humanos y las ejecuciones extrajudiciales, esto lo convierte, en mi opinión, en otra de las novelas que todo peruano, que se precie de honesto y democrático, deba leer. Hace unos días me llegó Profetas del odio - Raíces culturales y líderes de Sendero Luminoso (2012) de Gonzalo Portocarrero que en poquísimo tiempo ya cuenta con dos ediciones y una reimpresión y cuya presentación pública despertó la ira del reciente estrenado movimiento pro-senderista: MOVADEF.
Este ha sido un recuento, a la volada, de los libros que he leído desde este mi cómodo sillón Voltaire de Colonia, la mayoría de ellos no han sido reseñados en las revistas o periódicos de circulación nacional, ni siquiera se los menciona. Los críticos o difusores culturales los desconocen o se hacen los suecos. Muchos de estos libros seguro duermen olvidados en los anaqueles de algunas librerías o de algunas bibliotecas. Y no olvidemos a los poetas, que no son pocos, quienes en hermosos poemarios y en blogs dan cuenta de aquellos tiempos horribles. Sin duda sigue y seguirá creciendo el interés de los autores, tanto letratenientes como proletras, pa’ meter su cuchara en la última guerra interna, así lo manifiesta Mark Cox en uno de sus libros de ensayos Sasachakuy tiempo – Memoria y pervivencia (2010) donde deduce que ya existirían algo más de "306 cuentos y 68 novelas por 165 escritores", además de "por lo menos 30 novelas en inglés" así como "unas dieciséis películas en español y en inglés". Y así tiene que ser, poco a poco la verdad verdadaderamente verdadera saldrá a la luz para el bien de las mayorías o el mal de algunas minorías.

Colonia, septiembre del 2012.

Donnerstag, 3. Mai 2012

Maribel

Con su vestido de percala celeste llegó a la casa, casi a escondidas, mi prima Maribel. Nunca antes la había visto. En sus ojos negros se retrataba toda la timidez del pueblo. La quise tomar de una mano y la arrastrarla a la cocina, pero ella rechazó mi gesto. A unas palabras de mi padre me siguió dócilmente. Mamá, apurada, se empeñaba en atizar el fuego. La leña verde en el fogón se deshacía en pequeños y bullangueros fuegos artificiales. El humo nos hizo lagrimear. Maribel saludó débilmente y, sin decir nada más, se sentó en un poyo al lado de mamá. Los cuyes, alborotados por sus pies desnudos, desaparecieron en una esquina del cuyero.
Durante la comida papá diciendo dijo que Maribel iba a quedarse unos días en casa. “Te portarás bien con ella”, me advirtió papá con una severidad desconocida. Cuando pregunté las razones por las que Maribel venía a casa, papá diciendo dijo que era muy difícil de explicar. “Para entender estas cosas aún no tienes la edad suficiente”.
A los pocos días Maribel ya se había acostumbrado a la rutina de la casa. Ayudaba a mamá con una notable apatía o desgano. Se desplazaba por la casa y el patio como un fantasma, terriblemente en silencio y sin mirar de frente. Se iba de un lugar a otro, con pasitos menudos y calmosos, como si fuera cargando un peso enorme. Maribel era hermosa a pesar de esas dos largas cicatrices que daban a su rostro un aire misterioso y le torcían un poco el semblante triste de sus labios. Sus manos también estaban marcadas por cicatrices y sus dedos presentaban unas extrañas deformaciones.
Me gustaba su cercanía pero ella era impenetrable. La perseguía en silencio y ella mostrando su fastidio por mis intentos de entrometerme en su vida, simplemente me apartaba con cierta violencia y se alejaba. Nunca contestó a mis preguntas. Una vez, sentada a la orilla de su cama, la encontré sollozando. Apenado quise consolarla, entonces me apresuré a abrazarla. Apenas sintió que mi mano rozaba su hombro, se levantó con furia en su mirada y su grito destemplado me dejó aturdido. “¡No me toques asqueroso shapingo! Los días siguientes la miraba desde lejos, pero no me atrevía a ponerme a su lado. Apenas la veía aparecer un desquiciado temor transtornaba todos mis sentidos.
Una de esas soleadas tardes se fue con mamá a lavar la ropa al río. Tratando de no ser descubierto, seguí a las dos mujeres. Sumergidas en el agua hasta las rodillas y armadas de jabón Bolívar trabajaban incansables. Más tarde, sobre las pencas y las piedras, tendieron la ropa para que se seque al sol. Entonces mamá se desvistió para bañarse. Maribel hizo lo mismo, después de pensarlo un rato, pero se quedó con el camisón que llevaba bajo su vestido de percala celeste. Así ingresó al río, tratando de alcanzar una esquina donde nadie la pudiera ver. Con el mayor sigilo me deslicé hasta un lugar desde donde podía verla en todo su esplendor. Mirando en todas las direcciones, asegurándose que nadie la estuviera observando, se sacó el camisón. Sentí el palpitar de las venas en mis sienes, mi corazón como un loco golpeaba mi pecho.
Grande fue mi sorpresa al ver que sus pechos estaban desfigurados por horribles cicatrices. ¿Qué diablos había sucedido con ella? Con esta pregunta, asustado, inquieto, me alejé pensativo. Pasó un buen tiempo hasta que una mañana Maribel no vino a desayunar. Había desaparecido. Mamá en un arrebato de preocupación, diciendo dijo dirigiéndose a papá: “Pobre muchacha, ojalá y no le pase nada”. Entonces papá, dejando todo a un lado, se fue en busca de Maribel.
Al mediodía regresó papá. En su rostro había preocupación, estaba abatido. “Parece que la ha robado ese desgraciado de su marido”. Entonces, mamá, entre lágrimas, me reveló la triste historia de mi prima Maribel.
Resulta que Maribel se había casado muy joven con un muchacho a quien no le gustaba trabajar. “Vivía de lo ajeno”, diciendo dijo mamá. Entraba en los potreros de los vecinos y se llevaba el ganado para venderlo en las ferias dominicales de los pueblos cercanos. “Era un abigeo”, sentenció mamá. A Maribel no le gustaba que su marido se dedicara al abigeato y varias veces lo amenazó con avisarle a sus suegros y demás parientes. El abigeo de su marido, montando en cólera, le propinaba tremendas golpizas que la obligaban a guardar cama durante varios días, mientras que el agresor desaparecía una temporada.
Pasada la tormenta su marido volvía como si no hubiera pasado nada y arrepentido, muy cariñoso, le hablaba de un futuro diferente y le prometía nunca más “aprovecharse de lo ajeno”. Pero esas promesas no alcanzaban ni para unas semanas. Dormía de día y de noche desaparecía. Al volver regresaba con mucho dinero que Maribel no quería aceptar llamándola “plata cochina, malhabida”. Esta rebeldía le volvía a costar nuevas palizas y nuevos abandonos. Las rondas campesinas, la justicia campesina, recién empezaban a organizarse.
Una tarde mientras Maribel regresaba de la casa de sus padres, encontró a su marido arreando dos hermosas vacas y una yunta que pertenecían a unos parientes suyos. Maribel, decidida, le pidió que devolviera los animales a sus verdaderos dueños. El abigeo, frente a sus cómplices, se sintió humillado cuando Maribel diciendo dijo que iría a “dar parte a las autoridades”, que iba a llamar a las rondas campesinas. El hombre, endemoniado, se avalanzó sobre la joven y empezó a golpearla. Maribel cayó al suelo y su marido la agarró a patadas. Ella gritaba, pedía piedad, misericordia. Le imploró a dios, a la virgen María, a su madre, a su padre... pero nadie acudió en su auxilio.
Tambaleando Maribel se levantó y casi sin resuello, adolorida, diciendo dijo que iría a denunciarlo. Ni bien terminó de formular la amenaza, el abigeo sacó el cuchillo y le asestó, sin miramientos, dos, tres, cuatro, cinco cuchilladas en el pecho. En su desesperación ella se agarró del arma y al final del forcejeo terminó con las manos destrozadas. Luego el abigeo, su marido, no contento con lo que había hecho le cruzó el rostro con dos certeros cuchillazos.
 Un grupo de vecinos que pasaban en dirección al pueblo, encontró a Maribel casi moribunda y de inmediato la trasladaron a la posta médica del pueblo. Papá, valiéndose de amigos, convenció a la policía para que detenga al agresor. El juez, en complicidad con los policías corruptos, hizo todo lo posible para evitar el juicio y posterior encarcelamiento del abigeo. No había pruebas, diciendo dijo el juez, e incluso Maribel, por miedo, se negaba a denunciar a su marido. A las pocas semanas nuevamente el abigeo había retomado sus tropelías.
Con el fin de apartarla del abigeo, de protegerla, trajeron a Maribel a nuestra casa. Pero su marido enterado del lugar donde se ocultaba su esposa, organizó el rescate, el secuestro.
Entonces papá y mis tíos acudieron a las rondas campesinas. En una asamblea escucharon las acusaciones contra el abigeo, el marido de Maribel. A los pocos días las rondas campesinas detuvieron al abigeo, liberaron a Maribel y aplicaron con severidad la justicia de los hombres del campo. Ama sua. Ama llulla. Ama quella.

El día de la madre

Mi hermano Manuel diciendo me dijo, en secreto, que sabía como los niños vienen al mundo. A los niños no los trae la cigüeña, eso es mentira. Todos venimos de la barriga de mamá.
Porque nos originamos en sus entrañas, ellas se sacrifican por nosotros, sus hijos, hasta dan la vida en defensa de sus crías. Con paciencia nos alimentan con su propia leche y sin asco nos cambian los pañales. Las mamás son felices cuando ensayamos el primer paso y se emocionan hasta las lágrimas cuando balbuceamos un “ma-ma” inicial.
Mamá nos lleva a la escuela. Nos enseña a ser honrados y diciendo dice que la lectura de buenos libros nos harán libres. Sufre en silencio cuando no hay suficiente dinero en casa y disimula muy bien, entonces ríe para que no veamos su tristeza y nos alienta a vencer derrotas y humillaciones. Cuando papá no tiene trabajo, entonces ella va en busca de algún quehacer para traer alimentos al hogar.
Desde la puerta de la casa veo a mamá sentada en un poyo del patio. El sol brilla en la negrura de sus ojos. Ella no va a la peluquería, mi hermana mayor la peina y al mismo tiempo le va sacando los piojos que se enredan amparados en la oscuridad de su cabello. Tampoco se maquilla. Sus cejas espesas no necesitan de tintes. Sus labios tienen la rojez de las fresas.
Cuando mamá discute con papá, ella gana pues siempre tiene la razón. Entonces, papá le declara la guerra fría. No le habla ni la mira. Mamá le sirve el almuerzo o la cena sin decir nada. Papá, con la cabeza gacha, come callado. A veces, molesto, enrabiado, papá deja de venir a casa por unos días. A mamá eso no le preocupa. “Ya le pasará la gafera”, diciendo nos dice y sigue ocupada con las labores de casa.
Dentro de unos días se celebra el día de la madre. En la radio hablan de las bondades y los sacrificios de las mujeres-madres. Todos comentan su nobleza y santidad. “Si realmente amas a tu madre, regálale una licuadora Oster”, diciendo dice la propaganda en la radio. Mientras leo en mi libro Coquito: Mi ma-má me a-ma, la radio sigue: “Este domingo haga feliz a su madre con una lavadora Phillips”.
Continúo escuchando la radio y no sé que le puedo regalar a mamá en su día, estoy pensando en una sorpresa. Ma-me-mi-mo-mu. Yo a-mo a mi ma-má.

Samstag, 7. April 2012

Semana santa (1)



Foto: Pisadiablo.
San Miguel de Pallaques era una feria. La banda de músicos en la plaza de armas entonaba canciones que animaban la fiesta. Por todas las calles había agitación y la gente caminaba llevando frescas ramas de palmeras que vibraban con el viento. Eran los días de la semana santa y estábamos en pleno domingo de ramos, recordando de esta manera la entrada triunfal de Jesús a Jerusalén donde el pueblo, armado con palmas o ramos, lo aclamaría como su rey.
Mi hermano Manuel se había levantado muy temprano para ir a casa del abuelo y traer el burro donde transportarían a Jesús en su paseo por el pueblo y su visita a las casas de los principales personajes de la ciudad.
Mi tía Alejandrina, que anda ciegamente enamorada del cura, había preparado un lindo y nuevo apero. Los bozales y las riendas los forró con hilos de plata. A la carona, tejida con algodón, la tiñó de azul cielo, la adornó con bordados de oro y le colgó largos flecos por todos los costados. La silla era de suave cuero labrado de ramos y figuras geométricas. La cincha, una faja roja y blanca con extensas borlas en los extremos. Mamá diciendo dice que la tejió una devota como agradecimiento al Nazarenito, se refiere a Jesús, por haberle conseguido marido a su hija que nadie la quería desposar. O como mejor diría mi amigo Fortunato, “todos los novios la usan y luego la dejan”.
Tía Alejandrina se puso un vestido corto que le resaltaban el pecho y las caderas. Zapatos negros de charol con taco aguja y medias negras de naylon mostrando la bondad de sus piernas. Fortunato, al verla, diciendo me dice al oído: “Cuando el cura la vea se pondrá bizco de puro arrecho”. Desde hace varias atrás semanas tía Alejandrina se ocupaba, comiendo a la volada y descuidando otras tareas de casa, de todas las cosas para la procesión, diciendo dice que por amor a Jesús, pero todos sabemos que, cerrando los ojos, suspira pensando en el cura. Y Fortunato asevera con cachita que “el cura no se hace del rogar cuando se trata de darle su amor al prójimo”.
Sudoroso llegó Manuel trayendo al burro. Tía Alejandrina salió a recibirlo apresurada y palmoteándole las ancas al jumento: “Te portarás bien”, diciendo le dijo. “Este burro es más mostrenco que el abuelo”, le replicó Manuel. Papá que estaba observando desde la cocina les recordó que no vayan a descuidar al burro. “Siempre luhan de tener agarrau, ni un momento descuidau”. Entonces tía Alejandrina, como si el animal la entendiera, lo amonesta con fingida severidad: “Te advierto, nada de burradas sidenó te jalo de las orejas y te las pongo más largas todavía”.
Con sumo cuidado, dirigidos por el cura, los acólitos y algunos conocidos devotos, entre los que se halla don Casiano Hernández, distinguido personaje que, cuando se emborracha, manda al cura y a todos los santos a Mishika o al infierno, bajan a Jesús de su altar. En el atrio de la iglesia las palmas se agitaban, bailando y silbando con el viento. Ponchos y sombreros se arremolinan junto a los señores de terno y corbata y las damas que estrenan sus novedosos “estilo sastre”. Fortunato y un grupo de muchachos aumentan la bullanguería con sus pitos y cornetas, efímeros instrumentos hechos con las hojas de las palmeras.
Una vez que han colocado a Jesús, El nazareno, sobre el burro, un numeroso grupo de acólitos con ponchos rojos, blancos y azules, presididos por un cura serio y solemne, salieron al atrio. Mi hermano Manuel apareció jalando al burro donde iba montado Jesús, con la cara siempre blanca, de yeso, igual que sus manos que las lleva levantadas a media asta y casi cerradas. Al ver aparecer a la imagen de Jesús sobre el manso jumento la gente levantó sus palmeras con mayor entusiasmo, las agitaba emocionada, mientras las más devotas caían de rodillas, rezaban, cantaban, lloraban. Una salva de cohetes saludó a la venerada imagen.
Tía Alejandrina desdobló la sombrilla, una especie de pañolón cuadrado, bordado en oro y flecos dorados bailando al viento, que estaba atado en sus puntas a cuatro varas blancas y la extendió sobre Jesús para protegerlo del pavoroso incendio del sol. El incienso se desparramó en aromáticas nubes y la banda emepzó a tocar canciones sacras alusivas a la fecha. Tía alejandrina sólo tenía ojos para el cura.
La procesión de Jesús ha recorrido ya las calles y los principales lugares del pueblo: la municipalidad, la suprefectura, las oficinas del notario y del juez, el mercado y la comisaría. Frente a la casa del alcalde, quien había mandado levantar una capilla en la puerta de uno de sus negocios, la procesión hizo un alto. Mi hermano Manuel dejó suelto el freno del burro para sujetar mejor a Jesús en su asiento. Ese fue el preciso momento en que el jumento dio un salto ágil, lanzó por los aires a Jesús, y de cabeza se metió por la única puerta abierta.
El clamor estalló como una bomba. Jesusito, El nazareno, se había caído. Tía Alejandrina, aprovechando el caos, abrazó al cura desesperada y le pidió que haga algo por la sagrada imagen. El delirio fue una sola plegaria al cielo. Mi hermano Manuel, tras unos instantes de duda, corrió con la intención de atajar al pollino que se había detenido inocente y manso en una habitación llena de alfombras de la casa del alcalde.
Pasado el susto, en la plaza de armas del pueblo, la gente comentaba el grave accidente y auguraban tragedias indecibles. Es mal agüero, diciendo dicen. Se golpean el pecho con los puños cerrados, rezan de rodillas y las manos levantadas hacia el cielo azul piden clemencia y lloran.
Foto: Pisadiablo.
“¿Qué ha pasado que el populacho está alarmado?”, preguntó don Santos Malca "El Chimbalcao", que se acercaba tambaleando más borracho que la cerveza.
“Jesús se ha hecho mierda”, diciendo dijo don Casiano Hernández y, destapando una botella de cañaso, se metió un largo trago entre pecho y espalda.
Unos días después tía Alejandrina y el cura desaparecieron de San Miguel...

Montag, 9. Januar 2012

La breve historia del oro verde



En aquellos tiempos cuando dios andaba por estas tierras, contando cuentan que existía una mujer muy hermosa, la Mama-coca, que ponía loquitos a los hombres con los encantos de su cuerpo y tenía la facultad de convertirse en una planta de hojas verdes y ovaladas.
Después que los conquistadores blancos mataron al inca Atahualpa y saquearon la ciudad de Cajamarca en busca de oro y plata, sucedieron crueles y sangrientos enfrentamientos en el resto del imperio incaico. Los pueblos fueron destruidos, los cultivos arrasados, los templos profanados e incendiados, los tesoros sagrados desvalijados. Los soberanos dueños de estas tierras tan hermosas, en poco tiempo conocieron la miseria y el dolor. Los conquistadores, cabalgando en briosos caballos y amparados en sus armas que vomitaban fuego, perseguían a sus indefensas y asustadas víctimas.
Entonces apareció la bella Mama-coca y, en un descuido de los soldados extranjeros, se apoderó de los tesoros sagrados que aún no habían sido descubiertos. Con su preciosa carga se escapó por las alturas y, para impedir que caiga en manos de los conquistadores, lo arrojó en las profundidades de las aguas de la laguna de Conga. Enfurecidos los españoles por tal atrevimiento, la persiguieron sin tregua hasta que lograron capturarla y aunque la sometieron a terribles tormentos, ella no les reveló el lugar donde había escondido la cuantiosa fortuna.
Considerando que no tenía escapatoria, llamó a la gente y les dijo: “Miren aquellas plantas de hojitas muy verdes, con ellas van a olvidar las penas, las fatigas. Su jugo va a ser el mejor remedio para las tristezas y el cansancio, en ellas podrán ver el futuro, lo que el destino les depare. Ese jugo que para ustedes será la fuerza y la vida, para los blancos será sólo vicio repugnante y degenerador, mientras que para ustedes será un alimento espiritual, a ellos les causará idiotez y locura. No olviden cuanto les digo y cultiven esa planta, es la preciosa herencia que les dejo, cuiden que no se extinga, consérvenla y propáguenla entre nuestros hermanos con veneración y amor. Esa planta soy yo...”
Apenas terminó de hablar, su cuerpo se partió por la mitad y de allí nació esa matita de hojas verdes y ovaladas que hoy conocemos como coca. Y ahora la laguna de Conga ha despertado la ambición de los nuevos conquistadores.