![]() |
Coskum Oezer |
Ha sido un
sueño terrible, dijo Alejandro. Estaba en medio de una calle. Lloviznaba bajo
una niebla espesa. Los edificios hendían sus crestas en la oscuridad de un
cielo cerrado a la luz. De pronto, así de la nada, escuché un ruidoso tropel
como de ultratumba: pacatán, pacatán, pacatán. Los bestiales relinchos me
estremecieron. Una espina de terror, una angustia desesperante entró en mi
pecho. Así, asustado por los relinchos y el estruendo de ese trote
escalofriante, comencé mi fuga. Algo desconocido, sobrenatural, me perseguía.
Eso imaginaba. No había visto nada, sólo sentía ese galope desbocado tras de
mí. No sé si me seguían. No lo sé, pero el sordo rebote de sus pisadas y sus
locos relinchos sonaban en mis oídos como una seria amenaza. Era todo tan real,
tan nítido, no parecía un sueño, dijo Alejandro tembloroso, pegado a mi cuerpo
deseoso de cariño, nach Zärtlichkeit. Oh Gott, die Lust brennend!
Detuvo sus manos frías sobre mi cintura revolucionada, afiebrada; luego,
aparentemente más tranquilo, prosiguió con la historia de su sueño.
El viento
refunfuñaba estrellándose contra mi rostro, dijo Alejandro. Era un viento
silbante y frío. Solo, no había nada a lo largo de esa calle pesallidesca,
oscura. El galope volvió a golpear la calle silenciosa y negra con ese pacatán
continuo, estridente y demoníaco. Los relinchos explotaban en el silencio.
Conforme corría, el temor se iba acrecentando, se potenciaba. Mi corazón
bramando, trabándose, gambeteándose, amenazaba reventarse, trozarse en pedazos.
La respiración intermitente, anudándose entre la bruma de la noche, se volvía
cada vez más embrollante. Después de atravesar un claro pequeño, sumido en una
angustia casi absoluta, entré a otra calle larga y estrecha, cercada por
enormes edificios anubarrados, tristes. Daba la impresión que esa llovizna
mustia se descolgaba precipitadamente desde sus techos. El cielo no se divisaba
opacado por la impresionante oscuridad. Seguí corriendo por el centro de ese
callejón acosado por el ruido tétrico de aquel siniestro: pacatán, pacatán,
pacatán. El estampido delirante y los relinchos redoblados espantosamente por
el eco y el pánico sobrecogedor me impulsaban a seguir mi carrera incontrolada.
No sé por qué, pero no debía detenerme, no debía dejarme atrapar. Laufen!
Correr en la negrura de la noche. Correr con el miedo negro a cuestas. Schwarze
Angst. Escapar. Sí, ahora que estoy despierto sé que sólo fue un sueño. Sin
embargo sigo escuchando el pacatán, pacatán, pacatán y los penetrantes
relinchos y tengo miedo, muchísimo miedo.

Por
suerte, contó Alejandro, en una esquina me topé con unos edificios en
construcción. Ahí decidí ocultarme. Como pude salté una zanja y, con el alma
colgada de un hilo, me agazapé tras un muro de ladrillos. Respiraba
precipitadamente. El miedo agigantándose en mi pecho. El cuerpo temblándome.
Una pierna chocando con la otra. La imaginación remontándose hasta el mismo
infierno. El miedo, el terror ascendiendo locamente. En eso escuché cómo la
galopada disminuía de ritmo y velocidad, se hizo más suave. Mi perseguidor
parecía buscarme. Avanzaba. Se detenía. Oteaba la oscuridad. Plash, plash
volvía a moverse. Percibí muy cerca, demasiado cerca, los bufidos de la bestia.
El silencio zozobrando en mi semblante. La respiración inflamaba mi pecho
agitado con un aire seco, sofocante, a pesar de la llovizna. Un relámpago rasgó
el cielo. Mis alrededores se iluminaron por breves segundos. Así fue como
divisé, a pocos metros, la punta refulgente de una barra de hierro. Quise
cogerla, pero las pisadas: plaaash, plaaash, avanzaron hacia mi escondite. Me
quedé quietecito. Mi perseguidor, desconcertado, se plantó en seco. A pesar de
mis fuerzas ostensiblemente disminuidas por la pérdida constante de sangre,
aproveché la ocasión, di un salto y alcancé la barra. Esperé dispuesto a
jugarme la vida frente a mi enemigo. Sólo el cielo lloraba esa madrugada y su
llanto se enredaba en mis cabellos, los mojaba sin piedad. Mis intestinos
colgaban atrapados por una de mis manos, pero no sentía ningún dolor, el miedo
era más grande. De pronto, un poderoso ramalazo de viento negro se arrojó en
contra de mí. Sólo atiné a hundirle la barra como pude, nada más. La sombra
negra, el pedazo de viento, dando un grito retumbante, cayó con todo su peso a
mis pies. Sin pensar en nada, saqué y volví a meter la barra varias veces en
ese maligno cuerpo, en esa malagua salida de la malahora.
Pasado el
susto, pude por fin respirar con tranquilidad. Cuando me acerqué, con mucho
cuidado, temeroso, para identificar a mi perseguidor, reconocí a mi madre. Era
mi madre. ¿Te das cuenta Kathrin lo que había hecho? La había atravesado con el
fierro. Ahí estaba mi madre muerta por mis propias manos. Me arrodillé a su
lado. Sentí sus ojos vidriosos enfocando mi rostro. Grité su nombre y me
maldije por lo que había hecho. Maldije haber nacido y lloré. En eso escuché su
voz. No llores, hijo, el demonio ha querido llevarte, menos mal que pude entrar
en tus sueños y protegerte. Parada sobre un muro a pocos metros de donde
estaba, mi madre sonreía, su rostro estaba feliz, contento. Tu vida es más
importante, hijo. Con mi muerte te entrego una vida más. El día iluminaba ya
las sombras, amanecía, cuando desperté. Ojalá que sólo haya sido un sueño, ¿o
serán los sueños el otro mundo en que habitamos?, dijo finalmente Alejandro.
Me dio un
beso. Estás frío, le dije. Tengo el alma helada, me contestó Alejandro, al
mismo tiempo que se levantaba. Su cuerpo parecía un bloque de hielo. Sin duda
la muerte se había apoderado de su alma, su cuerpo ya no era más que una
sombra. Había muerto. Había dejado de existir. Esa mañana Alejandro sólo era un
rastro. Un halo sin vida. Sólo viento. Viento frío. Ni él ni yo nos dimos
cuenta de eso. Mein Gott, unglaublich!
Como todos
los días, Alejandro entró en la habitación de Daniel, nuestro hijo. Escuché que
le decía: nada te va a doler, nada duele en este mundo. Después regresó, abrió
la ventana, dijo que hacía buen tiempo, bonito día vamos a tener, el sol está
saliendo. Tendremos una mañana espléndida. En un día como estos suceden hechos
trascendentales, inolvidables... Por eso me es imposible entender lo que hizo
después. Cansada todavía, tuve flojera de abrir los ojos para mirar la
hermosura del nuevo día. Eso sí, me llenó de contento al oír su voz con un tono
alegre. La noche anterior, antes de dormir, habíamos hecho el amor con una
locura increíble. Esa noche gocé como se debe gozar, sin tapujos y sin
vergüenza. El fuego de sus manos supo levantarme entre vientos delirantes, sus
dedos galoparon por mi cuerpo como potros enardecidos. ¡Ay!, cómo me encendía,
cómo su voz susurrante ardía en mi corazón. Volaba en lo alto der Sieben
Gebirge. Me deshacía en nieblas, en vientos caprichosos. Bailando llegó a
mis adentros. Cómo ardían sus manos en mis pechos, en mis nalgas, en mi
espalda. Su boca salivada cómo quemaba mi boca. Oh Gott! Moría y vivía.
Dentro de mí había música, cantaba la dicha. Todo, todo era mío, sólo mío. Liebling,
papacito, ven, dame, entra, entra Schatz, Liebling... y terminé en
chorros grandes, furiosos, fenomenales, ríos sin fin. Los recuerdos, tan
presentes, tan recientes y procaces, me mojaron. Así, húmeda, deseosa,
ardiente, puse mi mano en la corola que había vuelto a inflamarse y me quedé
brevemente dormida, escuchando el CD que había colocado Alejandro o ese halo
sin vida, sin ánimo: procura seducirme muy despacio / y no reparo de todo lo
que en el acto te haré / procura caminarme ya como la ola del mar / y te
aseguro que me hundo para siempre en tu rodar...
