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A Sayamud, la cuna de mi padre, un caserío a pocos
kilométros de San Miguel de Pallaques, me llevan los recuerdos para evocar algunos
apuntes de mi primer encuentro con una de las fiestas más alegre y libertina:
la del polvo, el agua y los disfraces. Así es y nuestros benditos borrachos faunos
lo corroboran al decirnos: “Semel anno
licet insanire / Una vez al año es lícito no tener frenos”. En tiempos de
carnaval se comía bien en la casa de los abuelos. Se mataban uno o dos
chanchos. Chicharrones, yucas, habas, mote, trigo, y queso con papas “ahogadas”
era el menú carnavalero. Los vecinos llegaban con sus mates y sus talegas para
llevar a casa un poco de “chane”. Mis tías, solícitas, repartían a todos sin
miramientos. Para uno de mis hermanos mayores yo era su chochera y por eso me
hizo un curioso disfraz y una elocuente máscara de zorro con el cuero de una
oveja. Después de comer, junto a otros allegados y parientes, salíamos en
comparsa hasta la cancha de la escuela. Ahí, en el centro, se levantaba la
“unsha” (o yunsa) adornada con serpentinas, globos, botellas de “caña”,
biscochos, diversas frutas y otros regalos. La banda de quenas y tambores hacía
relampaguear las notas más estridentes. “Ño carnavalón” animaba la fiesta
bailando, saltando, envolviendo serpentinas en los cuellos de la gente, embadurnando
con talco los rostros de las mujeres: Polvo
a la china / Polvo a la china, libando chicha de jora y aguardiente: Salud compadre / Salud comadre.
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Pasadas las horas, el disfraz empezó a incomodarme, sentía
que la máscara apretaba mi cabeza, entonces, en medio de la fiesta, puse a
descubierto mi identidad. Alrededor de la unsha bailaban parejas formando una
ronda bulliciosa y, cada cierto intervalo y por turnos, una de ellas tomaba el
hacha y golpeaba al árbol. Luego seguía el baile y de nuevo volvían los golpes
que fueron debilitando la estabilidad de la unsha. En eso, ¡pacatán!, la unsha
se vino abajo y la gente se lanzó a rescatar la mayor cantidad de regalos que
estaban prendidos en el árbol, mientras unas mujeres lanzaban agua a los
“buscadores” de fortuna. Mojados, pero felices, se levantaban entre los
“escombros” de la unsha, apretando con las manos lo que habían “pescado”. Quien
derribaba la unsha se convertía en padrino para reponer, mucho mejor, la unsha
del año venidero. En la noche, en uno de los salones de la escuela continuaba
el baile. Las familias se acomodaban a los costados, comiendo bizcochos,
pedazos de cuy con papas, al rato, en pellejos las criaturas se disponían a
dormír. Las botellas de aguardiente pasaban de mano en mano sin parar y las
parejas de jóvenes aprovechaban para jurarse amor eterno, para escaparse a los
montes: De borracho he roto un poto / Y
ahora como arreglaré.
Tambaleándose bailaban los borrachos y de pronto se
agarraban a trompadas. Celos, envidias, enquinas y rencores antiguos
estimulados por el aguardiente. Hombres y mujeres, gritos y empellones, todos
metidos en un trifulca que incluso atropellaban a los muchachos que dormían en
el suelo entre pellejos y pullos (mantas). Otro acontecimiento inolvidable era la
muerte y el entierro del viejo carnavalón. Uno de mis primos hacía de viuda,
vestido de negro y largas trenzas. Su llanto lastimero y sus lamentos satíricos
sonaban con veracidad. Desde mi “chiquititud” lo miraba y me parecía increíble
que solo un disfraz le cambiara el vozarrón por un tono agudo, tristón y
desgarrador. Finalmente, antes de introducir el feretro de “Ño carnavalón” en
la tumba, se daba lectura a su testamento. Una lluvia de críticas, entre
graciosas y reales, se ensañaba sin miramientos, en especial, contra el
comportamiento de las autoridades y de los vecinos notables de la comunidad. Las muchachas de este tiempo / son como
fruta en verano / pues sin que maduren bien / ya las ha comido el gusano.
En la pequeña ciudad de San Miguel de Pallaques mayormente
se jugaba con agua, serpentinas, talco y betún. Las calles se convertían en
escenarios de guerra donde se cruzaban baldes de agua, globos con anilina de
diversos colores y no dejaban ni un rostro sin pintar. En esos días nadie podía
pasar frente a una puerta o una ventana o bajo un balcón sin que un sorpresivo
baldazo o un globo con agua cayera de improviso y lo mojara de pies a cabeza.
Para los disfraces se usaban toda clase de materiales al alcance: fustanes,
sostenes, blusas y vestidos de las hermanas o tías, máscaras diversas, plumas
de patos y gallinas, otros compraban máscaras en Chepén. La diversión ilimitada
se instalaba en las fiestas y unshas de las principales calles y barrios. En
cambio la “gente de bien” se reunía en el Club Fraternal al ritmo de orquestas
que mandaban traer desde Chiclayo o Cajamarca. En esas fiestas la opulencia de
los disfraces eran imitaciones chabacanas de los carnavales europeos. Pero lo
que más perdura en mis recuerdos son el sábado de carnavales cuando, por las
calles principales, hacía su entraba triunfal el viejo “Carnavalón” y la impresión
que causaba el diablo que venía adelante
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abriendo campo para el paso de la
deidad carnavalesca y su comparsa. Con el látigo en la mano el diablo perseguía
a sus provocadores. El diablo no distinguía entre mujeres o varones, entre
jóvenes o viejos, en su “endiablada” persecusión arrasaba con todo. Por esta
severa actitud el diablo siempre fue temido, aunque los muchachos nunca dejamos
de provocarlo, para luego salir corriendo asustados en cualquier dirección.
Primero fue Carlos Díaz, aunque poco queda de él en mi memoria, en cambio su
hermano Manuel Díaz quedará en mí como el verdadero “Diablo” del carnaval
sanmiguelino. Agresivo. Soez. Valiente. Achorado. Temible. El disfraz lo
convertía en un gigante horrible vestido de rojo, su cola chicoteando al ritmo
de sus correteaderas y su látigo tronaba sacudiendo vientos y montañas. Me llaman pisadiablo / porque soy de San
Miguel / mi costilla es alemana / y dice que piso bien. ¡Y que viva siempre
la carne!
Nota: La primera foto es de Santos Elías Monsefú Villoslada y las demás de Mario Francisco Alvítez Moncada.
Nota: La primera foto es de Santos Elías Monsefú Villoslada y las demás de Mario Francisco Alvítez Moncada.