Con su
vestido de percala celeste llegó a la casa, casi a escondidas, mi prima
Maribel. Nunca antes la había visto. En sus ojos negros se retrataba toda la timidez
del pueblo. La quise tomar de una mano y la arrastrarla a la cocina, pero ella
rechazó mi gesto. A unas palabras de mi padre me siguió dócilmente. Mamá,
apurada, se empeñaba en atizar el fuego. La leña verde en el fogón se deshacía
en pequeños y bullangueros fuegos artificiales. El humo nos hizo lagrimear.
Maribel saludó débilmente y, sin decir nada más, se sentó en un poyo al lado de
mamá. Los cuyes, alborotados por sus pies desnudos, desaparecieron en una
esquina del cuyero.
Durante la
comida papá diciendo dijo que Maribel iba a quedarse unos días en casa. “Te
portarás bien con ella”, me advirtió papá con una severidad desconocida. Cuando
pregunté las razones por las que Maribel venía a casa, papá diciendo dijo que
era muy difícil de explicar. “Para entender estas cosas aún no tienes la edad
suficiente”.
A los
pocos días Maribel ya se había acostumbrado a la rutina de la casa. Ayudaba a
mamá con una notable apatía o desgano. Se desplazaba por la casa y el patio
como un fantasma, terriblemente en silencio y sin mirar de frente. Se iba de un
lugar a otro, con pasitos menudos y calmosos, como si fuera cargando un peso
enorme. Maribel era hermosa a pesar de esas dos largas cicatrices que daban a
su rostro un aire misterioso y le torcían un poco el semblante triste de sus
labios. Sus manos también estaban marcadas por cicatrices y sus dedos
presentaban unas extrañas deformaciones.
Me gustaba
su cercanía pero ella era impenetrable. La perseguía en silencio y ella
mostrando su fastidio por mis intentos de entrometerme en su vida, simplemente
me apartaba con cierta violencia y se alejaba. Nunca contestó a mis preguntas.
Una vez, sentada a la orilla de su cama, la encontré sollozando. Apenado quise
consolarla, entonces me apresuré a abrazarla. Apenas sintió que mi mano rozaba
su hombro, se levantó con furia en su mirada y su grito destemplado me dejó
aturdido. “¡No me toques asqueroso shapingo!
Los días siguientes la miraba desde lejos, pero no me atrevía a ponerme a su
lado. Apenas la veía aparecer un desquiciado temor transtornaba todos mis
sentidos.
Una de
esas soleadas tardes se fue con mamá a lavar la ropa al río. Tratando de no ser
descubierto, seguí a las dos mujeres. Sumergidas en el agua hasta las rodillas
y armadas de jabón Bolívar trabajaban incansables. Más tarde, sobre las pencas
y las piedras, tendieron la ropa para que se seque al sol. Entonces mamá se
desvistió para bañarse. Maribel hizo lo mismo, después de pensarlo un rato,
pero se quedó con el camisón que llevaba bajo su vestido de percala celeste.
Así ingresó al río, tratando de alcanzar una esquina donde nadie la pudiera
ver. Con el mayor sigilo me deslicé hasta un lugar desde donde podía verla en
todo su esplendor. Mirando en todas las direcciones, asegurándose que nadie la
estuviera observando, se sacó el camisón. Sentí el palpitar de las venas en mis
sienes, mi corazón como un loco golpeaba mi pecho.
Grande fue
mi sorpresa al ver que sus pechos estaban desfigurados por horribles
cicatrices. ¿Qué diablos había sucedido con ella? Con esta pregunta, asustado,
inquieto, me alejé pensativo. Pasó un buen tiempo hasta que una mañana Maribel
no vino a desayunar. Había desaparecido. Mamá en un arrebato de preocupación,
diciendo dijo dirigiéndose a papá: “Pobre muchacha, ojalá y no le pase nada”.
Entonces papá, dejando todo a un lado, se fue en busca de Maribel.
Al
mediodía regresó papá. En su rostro había preocupación, estaba abatido. “Parece
que la ha robado ese desgraciado de su marido”. Entonces, mamá, entre lágrimas,
me reveló la triste historia de mi prima Maribel.
Resulta
que Maribel se había casado muy joven con un muchacho a quien no le gustaba
trabajar. “Vivía de lo ajeno”, diciendo dijo mamá. Entraba en los potreros de
los vecinos y se llevaba el ganado para venderlo en las ferias dominicales de
los pueblos cercanos. “Era un abigeo”, sentenció mamá. A Maribel no le gustaba
que su marido se dedicara al abigeato y varias veces lo amenazó con avisarle a
sus suegros y demás parientes. El abigeo de su marido, montando en cólera, le
propinaba tremendas golpizas que la obligaban a guardar cama durante varios
días, mientras que el agresor desaparecía una temporada.
Pasada la
tormenta su marido volvía como si no hubiera pasado nada y arrepentido, muy
cariñoso, le hablaba de un futuro diferente y le prometía nunca más
“aprovecharse de lo ajeno”. Pero esas promesas no alcanzaban ni para unas
semanas. Dormía de día y de noche desaparecía. Al volver regresaba con mucho
dinero que Maribel no quería aceptar llamándola “plata cochina, malhabida”.
Esta rebeldía le volvía a costar nuevas palizas y nuevos abandonos. Las rondas
campesinas, la justicia campesina, recién empezaban a organizarse.
Una tarde
mientras Maribel regresaba de la casa de sus padres, encontró a su marido
arreando dos hermosas vacas y una yunta que pertenecían a unos parientes suyos.
Maribel, decidida, le pidió que devolviera los animales a sus verdaderos
dueños. El abigeo, frente a sus cómplices, se sintió humillado cuando Maribel
diciendo dijo que iría a “dar parte a las autoridades”, que iba a llamar a las
rondas campesinas. El hombre, endemoniado, se avalanzó sobre la joven y empezó
a golpearla. Maribel cayó al suelo y su marido la agarró a patadas. Ella
gritaba, pedía piedad, misericordia. Le imploró a dios, a la virgen María, a su
madre, a su padre... pero nadie acudió en su auxilio.
Tambaleando
Maribel se levantó y casi sin resuello, adolorida, diciendo dijo que iría a
denunciarlo. Ni bien terminó de formular la amenaza, el abigeo sacó el cuchillo
y le asestó, sin miramientos, dos, tres, cuatro, cinco cuchilladas en el pecho.
En su desesperación ella se agarró del arma y al final del forcejeo terminó con
las manos destrozadas. Luego el abigeo, su marido, no contento con lo que había
hecho le cruzó el rostro con dos certeros cuchillazos.
Un grupo
de vecinos que pasaban en dirección al pueblo, encontró a Maribel casi
moribunda y de inmediato la trasladaron a la posta médica del pueblo. Papá,
valiéndose de amigos, convenció a la policía para que detenga al agresor. El
juez, en complicidad con los policías corruptos, hizo todo lo posible para
evitar el juicio y posterior encarcelamiento del abigeo. No había pruebas,
diciendo dijo el juez, e incluso Maribel, por miedo, se negaba a denunciar a su
marido. A las pocas semanas nuevamente el abigeo había retomado sus tropelías.
Con el fin
de apartarla del abigeo, de protegerla, trajeron a Maribel a nuestra casa. Pero
su marido enterado del lugar donde se ocultaba su esposa, organizó el rescate,
el secuestro.
