Dienstag, 22. April 2014

Oigo bajo tu pie el humo de la locomotora



¡Tanto amor y no poder nada contra la muerte!
César Vallejo

En el paradero Neumarkt subieron al tranvía de la línea 9 con dirección a Sülz dos muchachas que claramente no superaban los veinte años y con seguridad cursaban el último ciclo del bachillerato en algún Gymnasium colonés. Eran dos muchachas delgadas, altas, de una belleza, que podría definirla como salvaje, aleonada, tal vez, endemoniada. Sus movimientos eran gráciles, casi imperceptibles, parecía que el viento las arrastraba. Sobre las calles, abarrotadas de paraguas oscuros, caía una llovizna ennegreciendo el paisaje, fantasmeando los aburridos edificios. Las dos muchachas vestidas de negro se tomaron de las manos, brillaron los anillos de sus dedos. Luego, una de ellas se soltó sutilmente y pasó el dorso de su mano por el rostro moreno de la otra muchacha. Fue una caricia tierna, como si tuviera miedo de romper un fino juego de porcelana. La otra muchacha le correspondió con una sonrisa apacible, le pasó la mano libre bajo el abrigo y descubrió la breve cintura de su compañera. Pude ver la hebilla avampirada y los botones quelónicos de una ancha correa negra con los filos gastados. Se miraron una eternidad a los ojos, ojos redondos y verdes: esmeraldas incrustadas en el icono de una virgen oriental. Rozaron sus graciosas naricillas con mucha dulzura; después, se besaron otra eternidad, sin pausa. Sus bocas, adornadas de una blanquísima dentadura, se juntaban con tanta serenidad que imaginé la unión de cuatro labios y dos lenguas de terciopelo. Sus manos rodeaban las ajustadas cinturas con devoción, con afabilidad o se escurrían y atrapaban los acristalados rostros para no dejarlos escapar de sus torrenciales y generosos besos.
En todos sus movimientos había una extrema delicadeza, una desmesurada suavidad. En cada una de sus ternezas no había señales de la más mínima violencia pasional, más bien, contenían una serenidad que lindaba con la quietud de la muerte. Tanto amor, tanto... Tan extraviadas se encontraban en sus bríos amorosos que no advirtieron cuando me asaltaban los celos, la envidia; esas ganas de levantarme, de cogerlas de los cabellos, de aplastar sus angelicales rostros contra las metálicas puertas del tranvía, de golpearlas con saña hasta triturarle los huesos, hasta que sus pómulos de cristal manaran, incontrolables, toda la sangre de sus venas. Un monstruoso sentimiento de odio me consumía, entonces me vi arrojando sus cadáveres en el paradero Lindenburg del tranvía de la línea 9.

Mittwoch, 12. März 2014

Hombre de negro y mujer con mirada de ardilla



 El tren se detuvo en la estación central de Praga atintada por una tarde gris. Nadie bajó. El traqueteo de los pasos presusoros de un hombrecito taciturno con abrigo y sombrero negros, acompañado por una joven de rostro aporcelanado y la vivaz mirada de una ardilla, se acercaron presurosos, subieron, avanzaron hacia mi compartimento, entraron y, sin saludar, acomodaron sus dos minúsculas maletas en la canastilla superior. Luego la máquina bufó y empezó a moverse y fuimos dejando paisajes de techos cenicientos, arbolados perfiles y nubes amenazantes atizando al cielo.

El hombrecito, semejante a un frágil oficinista, se despojó del abrigo, la chalina, los guantes y se sentó. Respirando con dificultad y tosiendo varias veces sobre un pañuelo negro. La joven sacó de su maleta un fajo de papeles que luego lo fue ordenando sobre su falda. Die Verwandlung, y más abajo, Franz Kafka, alcancé a leer, pero la pícara muchacha al darse cuenta de mi curiosidad, se apuró en ocultar la página. Me gustaron sus ojos y sus labios sonrientes. ¿Franz Kafka?, interrogué mirando al hombrecito enjuto que seguía tosiendo con ligeras pausas. “Es mi novio”, dijo ella. ¿Cuál de todas sus novias?, me atreví. “Felice Bauer”, contestó sujetando con una mano los papeles y llevando una punta de su chalina hacia la boca con la otra mano. Franz Kafka se esforzaba en atajar con un pañuelo negro los bacilos que escapan de sus pulmones.

Felice le empezó a secar la frente a Franz mientras lo arrullaba con ternura. En el momento que el hombre cruzó la pierna, pude ver que tenía la pata de un cuy. Cerré los ojos y luego los abrí lentamente y observé que sus zapatos estaban sucios y calados por una mezcla de lodo y nieve. Al rato sus manos se agitaron convertidas en las extremidades del roedor sudamericano. La visión me provocó un mareo vertiginoso. Desde el fondo del pozo donde me encontraba veo a Kafka metamorfoseado en cuy, sus orejas ovaladas, su pelambre brillante, sus ojos amarillos y sus garras adheridas a la espalda de Milena Jesenska. Luego todo se fue diluyendo y desde mi asiento, con un ligero dolor de cabeza, ví que la realidad mantenía su normalidad. Afuera, al compás de la marcha del tren, el frío y la lluvia arreciaban sin piedad.

Vuelvo la mirada hacia Kafka y ahí está otra vez el cuy abrazado por Felice. El enclenque roedor tosía y escupía sin cesar en el pañuelo negro. Temeroso me levanté, abrí la ventana y antes de que Felice se diera cuenta, le arranché el animalejo y lo lancé por los aires. Un chillido se perdió junto al ruido que desataba el tren. Felice intentó, en su desesperación, lanzarse tras su amado, pero me aferré a ella y la obligué a sentarse. De un contundente golpe de puño la inmovilicé. Luego con una toalla húmeda la estrangulé y la metí en  mi maleta. Me deshice de sus pertenencias y bajé, sin despertar sospechas, en la próxima estación cerca de Viena. Entré a la casa que había heredado de mis abuelos y ahí nos instalamos con Felice, advirtiéndole que todo peligro ya había pasado.

Esa mañana lo primero que hice fue atender a Felice. Le limpié su rostro de porcelana y la llevé al comedor. La senté a la mesa y encendí la radio para escuchar las noticias. No había novedades. Le serví el desayuno, pero a pesar de mis ruegos no quiso comer nada. Tenía miedo engordar, “que las grasas, que las calorías, que el colestrol”. Todo es light, le repetí pero no hubo modo de que abra la boca. No comió nada. Si no comes te pondrás hueso y pellejo. ¿Acaso no te das cuenta lo mucho que has adelgazado en una sola noche? Sin embargo admiré la caída de su falda negra y la blusa casi transparente que hacían resaltar su inmortal belleza. Peiné sus cabellos. Retoqué el color a sus labios. Puse color a sus cejas. Di una manito de rimel a sus pestañas. Luego la contemplé desde lejos: ¡Qué hermosura! Tu belleza será eterna, Felice. Esto no te hubiera dado ese adefecio de Franz Kafka que no ha tenido mayor ocurrencia que convertirse en un vulgar conejillo de las indias, además tenía la intención de convertirte en gusano. Muy pronto se hablará de ti en todo el mundo. Serás la envidia de Claudia Schiffer y de Heidi Klum. Nadie podrá imaginar que tras las hermosas facciones de tu rostro se encierra la muerte.

“Para que no te aburras voy a leerte historias escritas por autores de verdad”. Le sonreí. ¿Qué te parece si empezamos con Ulises de James Joyce? El rostro de Felice Bauer pareció encenderse. En este libro se describe un día en la vida de Leopold Bloom, de su mujer Molly Bloom y del joven Stephen Dedalus en la ciudad de Dublín. Luego podemos leer el Retrato de Dorian Gray de Oscar Wilde para que veas que tú no necesitas que te retraten o tengas que vender tu alma al diablo para conservar tu belleza y juventud. Te cuento, mientras te negabas a desayunar, yo repasaba el último capítulo de American Psycho de Bret Easton Ellis y tuve también el deseo de sacar sangre de tu vagina y enviarla al laboratorio donde trabajo. ¿Tomas una cerveza o prefieres un vino? Si, claro, de todas maneras leeremos los manuscritos de tu novio. ¿Seguramente te interesa saber que le escribía a sus otras novias, no? Sin duda, quieres conocer la carta que le hizo a su padre y también las notas de sus diarios. El rostro de Felice volvió a iluminarse. La radio seguía sonando.

En silencio, estuve dando vueltas por la habitación mirando a la calle, contemplando, desde todos los ángulos, la innegable belleza de Felice. En eso, tumultuosos ruidos y destemplados chillidos me interrumpieron. Dando curiosos saltos se acercaba Franz Kafka, El cuy, seguido de una tropa armada de avezados roedores, dispuesto a rescatar el cuerpo de Felice Bauer.

Donnerstag, 23. Januar 2014

Semana Santa (2)





A la memoria de Pedro Huilca (Dirigente obrero, asesinado en 1992 por el grupo paramilitar “Colina”) y Jesús Páez (Dirigente obrero y barrial, desaparecido en 1977 durante la dictadura de Morales Bermudez).
A la lucha del pueblo cajamarquino en defensa del agua, la vida y la dignidad.

Un grupo de trabajadores, campesinos y amigos se encontraban cenando. De pronto golpearon la puerta. Todos se quedaron en silencio, a la expectativa, mientras la madre de Pedro abría la puerta. Apenas giró el picaporte, los soldados, empujando a la anciana, tirándola al suelo, atropellándola, ingresaron a la casa en busca de los dirigentes medioambientalistas de Cajamarca. A patadas rompieron todo a su paso. A los gritos de terroristas les ordenaron ponerse de pie contra la pared.
Tranquilo, con gafas oscuras y las manos a la cintura, entró el capitán Carlos. Su mirada oculta recorrió el recinto.
—¿Quién de ustedes es Jesús, terroristas de mierda?
Nadie contestó. El capitán Carlos, con ese semblante de maldito, de asesino, se acercó a uno de los campesinos. Le colocó la pistola en la cabeza.
—¿Cómo te llamas tú, terrorista conchatumare?
—Pedro —casi demudado, contestó el hombre.
—A ver, Pedro —suavizando la voz—, dime ¿quien de todos estos terrucos es Jesús?
A lo lejos se escuchó cantar tres veces a un gallo y Pedro Quesquén negó conocer a un tal Jesús, dirigente ambientalista de Cajamarca, llamado soezmente terrorista por el omnipotente uniformado. Un golpe secó lo derrumbó al suelo y la bota del militar, estrellándose en su cara, ahogó un quejido. Dos invitados más fueron brutalmente ultrajados. Cuando Jesús Mendoza, sopesando la situación, quiso entregarse, Judas Chirinos se acercó a Jesús y le dio un abrazo.
—Este es el hombre que ustedes buscan —le dijo al capitán Carlos.
—¿Así que tú eres el famoso Jesús? ¡Te vas a arrepentir de haber nacido, terrorista, hijo e’ puta!
El capitán Carlos lo cogió de los cabellos y le torció la cabeza hacia atrás, le encajó un rodillazo en el vientre y lo remató con un golpe de pistola en la cabeza. Jesús cayó al suelo como un pesado bulto, no tuvo tiempo de dar el más mínimo quejido de dolor.
—Ya saben —les dijo a sus soldados—, a este me lo llevan y así, como en Madre Mía, me lo crucifican para que aprenda a no meterse donde no lo llaman.
Los soldados arrastraron a Jesús Mendoza hasta la calle y lo subieron a una comioneta sin placas. Le sacaron los zapatos y los botaron diciendo que ya no los necesitaba más, luego lo amarraron de pies y manos. El vehículo, como alma en pena, surcó la ciudad de norte a sur llevando su preciada carga. En una casa perdida entre bosques y enormes peñascos se detuvieron y bajaron al prisionero. Nuevamente a rastras lo llevaron al interior de la vivienda y lo bajaron al sótano.
El médico militar comprobó que seguía vivo. Entonces lo amarraron a una mesa hecha de palos y le colocaron una corona de electrodos en la cabeza. Un soldado le metió en la boca un trapo empapado en vinagre para silenciar todo grito posible. La primera descarga eléctrica lo hizo saltar sobre la mesa del suplicio, se le destemplaron los músculos y chirrió su dentadura. No pudo controlar los esfínteres y el mal olor se extendió en toda la sala. Asqueado el médico militar ordenó a los soldados que limpien la cochinada. Luego, otro de los soldados vino con cuatro enormes clavos.
—¿Para que es eso? —Preguntó el médico militar.
—Jefe —contestó—, el capitán Carlos ha ordenado que lo crucifiquemos para que haga honor a su nombre.
—Enfermo de mierda, ¿y seguro quiere también que le pongamos una corona de espinas y lo llevemos al cerro Santa Apolonia? En fin, a mí que chucha me importa. Entonces, ¡clávenlo de una vez!, conforme les ha ordenado su jefe.
Los clavos como rayos de fuego perforaron las extremidades de Jesús Mendoza. Sus gritos estremecieron el recinto, en el momento que el trapo con vinagre escapó de la boca. Sus gemidos de dolor eran balbuceos lastimosos.
—¿Por qué no mejor me matan de una vez?
—Estás muy huevón —dijo el Capitán Carlos que acababa de entrar—. ¿Quieres que te matemos para que resucites después de tres días?
Los torturadores, acompañando al capitán Carlos, echaron a reír estruendosamente.
—¿Por qué me hacen esto? ¿Qué mal les hice? —Preguntó Jesús Mendoza haciendo acopio de todas sus fuerzas
—Conchudo de mierda, te pasas todo el tiempo pregonando igualdad, justicia social, levantas a la gente contra el progreso, en defensa del agua y la vida. ¿No eres acaso el inventor de ¡Conga no va!?
Atormendado o compadecido, un soldado le clavó la bayoneta en un costado. La sangre se apuró a borbotones y Jesús Mendoza cerró los ojos martirizado por intensos dolores. Un sueño urgente lo introdujo en una de las lagunas de Celendín. Desde lejos su padre le tendía una mano inalcanzable. “Hijo mío —le dijo el anciano— yo no te he abandonado”. Mientras el agua cristalina lo cubría, un coro de gritos distantes de ¡Conga no va! ¡Conga no va!, lo acompañó hasta el fondo de la laguna.
El capitán Carlos ordenó que despertaran al prisionero con un baño de agua fría y, diciendo dijo, ¡cuídenlo, carajo, no dejen que se nos muera rápido! Abandonó el recinto de torturas pues debería acompañar a su esposa a la misa de resurreción en la iglesia de Belén.
María Magdalena, enterada del secuestro de Jesús por los militares, fue en busca de María, madre del joven dirigente cajamarquino, para ir en su busca y exigir su libertad. Poncio Valdés, jefe de la soldadesca, lavándose las manos, les manisfestó que ese asunto no era de su incumbencia.
De pronto el cielo se nubló y en pocos minutos una tremenda tormenta sacudió a la ciudad.

"La mansión del shapi y otros cuentos", Lima. 2013. Arteidea.