Sonntag, 3. April 2011

La noche que colgaron los labios en El Rincón de los Muertos


Desde que salí en busca de El Rincón de los Muertos sólo encontré un paisaje desolado, roto. Campiñas pobladas de secos pajonales, de cerros con sinuosas laderas y pampas inmensas, un cielo de nubes blancas, grises… y gente ausente. Todos muertos. Por eso, al divisar una chocita a orillas de un claro seco, con tonos amarillescos, olvidé el frío, la sed y el cansancio agobiadores. Animado, casi cantando, seguí avanzando por el empinado vericueto de tierra rojiza, menudo polvo ensangrentado. Al acercarme a la casucha un perro famélico me recibió bailando furioso, su maltrecho ladrido sólo era alarde de mejores tiempos de cuando desarticulaba el profundo silencio de las serranías. El resuello de sus fauces deformes se disolvía rápidamente en el ambiente casi helado de la puna. En el corredor, frente a la puerta destartalada de la choza, sentada en una vieja banca, estaba Rachel Welch. Su belleza cinematográfica desafiaba furiosa al abandono. En silencio se levantó y señaló el horizonte desamparado. Así como Hace un millón de años, dijo. Con la boca abierta admiré la lindura de sus medidas perfectas, el movimiento intacto de sus dedos, la firmeza de sus caderas, la solidez de sus monumentales piernas. Colocando su mano derecha como visera en la frente, dijo claramente: Mis ojos no alcanzarán jamás a ver toda la desgracia que sembraron la soldadesca y la locura terrorista. Una ola de cuchillos tenebrosos se agolpó en los bolsillos de mi existencia. Los recuerdos anegaron mis ojos. El perro flaco, enmudecido por el terror experimentado, se arrastró mansamente hasta los pies de la famosa estrella de cine. La bella mujer volvió a ocupar su emplazamiento. En el fondo marítimo de su mirada felina bebía la tarde gris sus efluvios de dulzura.
Acosado por la sed de alma perdida seguí mi camino.
Un leve ruido proveniente desde un bosquecillo de arbustos quemados me hizo volver la mirada. Ahí, parado, con una pródiga sonrisa, aparecía el célebre Anthony Quinn, conocido también como Zorba, el griego. Al verme empezó a cantar: Me llaman el desaparecido / Cuando me buscan nunca estoy / Cuando me encuentran yo no soy / Me dicen el desaparecido / Fantasma que nunca está / Perdido en el siglo XX… rumbo al XXI… El bullicio telúrico de una banda de músicos con arpas, violines, clarinetes y tijeras lo interrumpió sorpresivamente. Detrás de ellos, un tanto retrazados, venía una turba de alegres danzantes. Ponchos, sombreros y polleras de intensos colores se mecían con cierta gracia al vaivén del viento. Todos ellos son también desaparecidos, me dijo Anthony Quinn. Los músicos y danzantes se acercaron veloces, con el paso apurado, raudo, murmurando con el oro de los pajonales. Bajo tus pies, volvió a decir Anthony Quinn, las almas lloran, estás en un campo minado de muertos, desaparecidos, las fosas comunes son parte del paisaje. Zorba, El griego, levantó los brazos, sus manos hicieron el ademán de mover las tijeras chasqueando los dedos y sus pies intentaron marcar el ritmo de la danza de las tijeras. En pocos minutos bailarines y músicos se perdieron en la lejanía. Todo volvió a quedarse en silencio. La majestuosidad de la cordillera se abatió solemne sobre el traqueteo de la tarde. Sólo el viento gimió en las alturas de El Rincón de los Muertos.
Poco tiempo después encontré un camino pedregoso, relativamente amplio. A un lado del camino se extendía una hilera de eucaliptos frondosos. Me llamó la atención el ronquido de un motor subiendo la cuesta. Sus bramidos tronaban en las alturas del cielo cenizo. Lento pero seguro avanzaba el robusto animal motorizado. El conductor del flamante BMW descapotado llevaba una metralleta cruzándole el pecho. A su lado se hallaba el autodenominado presidente Gonzalo, vestido a la manera de Mao Ze-Dong. Al verme, me dijo marcialmente: Camarada, salvo el poder todo es ilusión. Un entusiasta ejército de jóvenes marchaba detrás agitando banderas rojas, arengando a un tal Nuevo Amanecer. Desvaídas mochilas y viejos fusiles, relumbrantes machetes les otorgaban una aureola de tenebrosidad. Otro grupo izaba perros muertos atravesados en horquetas rústicas. ¡Así mueren los traidores!, gritaban sin cesar. ¡La revolución tiene mil ojos y mil oídos! Un joven que escribía inflamados discursos para El Diario repartía La entrevista del siglo, otros lanzaban al aire panfletos entre los jóvenes que seguían embobados al presidente del futuro país de Nueva Democracia. ¡Muerte al capitalismo! ¡Muerte al imperialismo! El BMW rojo se abría paso entre la multitudinaria soledad de los Andes en nombre de la revolución.

 Edith Lagos (Foto internet)

Entre el tumulto de muchachos estaba ella. Chiquita graciosa. Hermosa. Linda. Estrellita. Lucesita. Lunita. Sol. Tierra fecunda. Cañita dulce, palomita, suray surita. Edith Lagos, morena, morenita, peruanita bonita terroncito de azúcar, iba cantando: Qué bonita, qué bonita / La flor de la retamita / Sus hojitas se parecen / Al traje de mi cholita… Al borde de su boca crecían flores, se marchitaban las tristezas. Edith Lagos, muchachita linda, corrí a su lado, atraído por algo más fuerte que mi timidez. Me puse a su costado y le dije en el oído: cholita linda quiero que levantes el color de mis días, que me enseñes a mojar el pan en la mesa de los pobres. Muchachita, mujer de cielo y caña dulce, déjame preñar en tus labios bondadosos palabras que el viento deletree en las mañanas, déjame sembrar tu nobleza en mi pelo negro. Déjame ir contigo a repartir la esperanza, el arco iris, a bailar un huaynito, un carnavalito. Retamita retamita / Que creces en las laderas / Y tu florcita amarilla / No se parece a cualquiera… Edith Lagos, puka sonko, sumemos las pobrezas y las alegrías para que en el café de tus ojos se vuelvan polvo y poesía dilatando el Nuevo Amanecer.
Así fue como me enamoré perdidamente de la revolución, mejor dicho, de Edith Lagos. Y ella, con el consentimiento del partido y de los mandos, me amó soñando con un futuro de banderas rojas, con amaneceres de hoces y martillos, con un gobierno de obreros y campesinos, con lucha de clases y todas las contradicciones, y porque los pobres somos más, como solía decirme, un día tomaremos el destino con nuestras propias manos, aunque el camino está lleno de piedras, miles de dificultades tenemos frente a nosotros. La escuchaba en silencio y se llenaba mi alma de nuevas esperanzas, de ilusiones, de días felices. Sólo la lucha nos hará libres, me decía acariciando mi frente. Tenemos que ser fuertes, hagamos de nuestra fe inquebrantable balas para los fusiles del ejército que marchará triunfante por todas las cordilleras del Perú profundo.
Pero fueron más mis penas por todas las miserias que ocasionaba el ejército del Nuevo Amanecer. Entonces mi corazón empezó a fallar. Una noche, mientras acariciaba la nochedad de sus cabellos, le dije: Edith, ¿por qué tanta muerte, amor? No se puede sembrar nueva vida, destruyendo, matando todo. Ella muy severa contestó que para construir algo nuevo se necesita destruir todo lo viejo, todo lo que está podrido. Todo está corrupto, sentenció muy severa. Estamos en guerra y la guerra es nuestra vida cotidiana, nuestra entrega al partido no se discute, morir es un accidente y no debe haber lamentaciones. Aún correrán ríos de sangre, el enemigo así lo exige. De pie, mirando el desfiladero desde cuya cima dominábamos todo el paisaje sobre la parte sur de El Rincón de los Muertos, recitó, casi con furia: Hierba silvestre, aroma puro / te ruego acompañarme en mi camino / serás mi bálsamo en mi tragedia / serás mi aliento en mi gloria. / Serás mi amiga / cuando crezcas / sobre mi tumba. / Allí que la montaña me cobije / que el río me conteste / la pampa arda, /el remolino vuelva… Pero estamos matando a nuestros propios hermanos, destruyendo nuestras comunidades, nuestra cultura, alegué emocionado. Edith Lagos, mi palomita suray surita, cambió su mirada dulce en acero penetrante, transformó la suavidad de sus manos en fríos garfios fulminantes. ¿Qué te pasa? ¿Acaso la comodidad burguesa corroe tu sangre de mediocre pequeño burgués? Necesitas urgente ayuda, debo hablar con el resto de los camaradas.
Pasaron varios días hasta que fui sometido a un severo interrogatorio. Al no poder absolver satisfactoriamente todos los requerimientos y negarme a seguir obedeciendo ciegamente las directivas enfebrecidas de la dirección nacional me condenaron a la pena de muerte. Me acusaron de traidor, vendido, de debilidad burguesa y de contrarrevolucionario. Bajo la atenta dirección de los Mandos del Nuevo Amanecer, Edith Lagos, con la mirada rota y el pulso aparentemente sereno, se dispuso a cumplir la sentencia de muerte. Oí el chasquido del arma al dispararse y sentí la punzada quemante del proyectil en mi pecho, después ya nada. Mi cuerpo, animal degollado, lo arrojaron por un despeñadero. Mis padres, días antes, habían sido asesinados por los militares del glorioso ejército peruano por el solo hecho de tener presuntamente un hijo alzado en armas.
Mucho más tarde Edith Lagos, mi heroína de masacres, mi virgen sangrienta fue detenida por las fieras de la represión. Torturada hasta la saciedad no pudieron quebrantarla. Rodeada de militares fortachones la expusieron ante la prensa. Tenía las mejillas y la nariz hinchada a causa de la golpiza policial. El cabello despeinado, más largo y más negro, volaba sobre sus hombros. A pesar de todo esto trasmitía vida, rebeldía. Meses después logró fugarse del cautiverio, para luego caer en combate. Su féretro, envuelto en la esplendorosa bandera roja del partido signada con la hoz y el martillo, ingresó a la catedral para la obligada misa de cuerpo presente. Terminada la misa casi toda la población de El Rincón de los Muertos acompañó a la comandante Edith Lagos hasta su última morada… Los recuerdos me hacen también llorar ahora, son lágrimas de un alma que vaga sin descanso, quizás por eso mis penas son más grandes, más profundas.
Al anochecer llegué a una calle oscura de El Rincón de los Muertos. El viento frío escabulléndose entre las sombras hacía todo más siniestro. Los escasos y abandonados semáforos cambiaban de un gris a otro gris. Otros fantasmas acechaban en todas las esquinas, me observaban desde las ventanas asoladas. De cuando en cuando me cruzaba con cadáveres llorando. En algunos parques se elevaba el humo alucinante de huesos incinerados. Un desaparecido que buscaba su fosa común, me dijo: Aquí, de noche, los semáforos son como los gatos, sobreviven agobiados por esa tristeza gris.

 Sepelio de Edith Lagos en Ayacucho (Foto internet).

1 Kommentar:

  1. eh Walter, bien por el cambio de layout, es más legible, saludos

    AntwortenLöschen