Sonntag, 1. Mai 2011

El Colombiano murió infestado de esperanza



También de palomar se muere un hombre
cuando sabe vivir por una carta.

Juan Gonzalo Rosé.

A Melacio Castro.

«Soñar no cuesta nada» dijo Jacinto, más conocido como El Colombiano, y se calló.
Estas primeras palabras las dejó transcurrir con lentitud y sin esbozar ninguna mueca. Tenía los dedos entrecuzados y las palmas de las manos sobre la nuca. Cambió de postura y apoyando los codos sobre la mesa introdujo su rostro entre sus manos. Esta vez fijó la mirada en la corona de espuma blanca que cubría a la cerveza Kölsch. El Colombiano volvió a iniciar su hablar cansino sin mirarme, como si estuviera inmerso en un largo monólogo consigo mismo. Estábamos en un bar pequeño atendido por dos jóvenes de fuertes contrastes, ella rubia y delicioso acento al hablar, hermosa como una diosa del Olimpo; él tenía la piel oscura, alto y fornido, un atleta olímpico, atento y risueño.
«Ese negro pendejo se quiere tirar a la gringa y no le liga» me confió El Colombiano.
No hice ningún comentario. El Colombiano bebió un sorbo largo de su vaso de cerveza. Llamé al camarero que atendía el bar y le pedí un té con miel y limón.
«Oye negro» le dijo El Colombiano, «¿a ti te gusta la gringa?»
El atlético camarero de piel oscura miró sonriente. Desconcertado.
«Wie bitte?» preguntó arrugando la oscura frente olímpica.
«No te hagas el huevón, negro, que desde lejos se nota que quieres tirarte a la gringa?»
«Ach so, gringa, ja, gringa gut» dijo sin entender el sentido de la expresión hecha por El Colombiano.
El Colombiano terminó su vaso de cerveza y pidió otro más. Ahora vino la hermosa muchacha rubia trayendo la cerveza, el té, el limón, la miel y un par de galletitas. El Colombiano prendió sus ojos en las caderas de la luminosa diosa del Olimpo. Ella se dio cuenta de la mirada libidinosa, dijo, entre otras cosas, «scheiße»1, y se retiró molesta, casi tirándonos con el vaso de humeante té negro. La hermosa muchacha rubia de ojos dulce-celestes o diosa germana recién llegada del Olimpo tenía un atractivo especial, un delicioso acento al hablar, contrastado con el tono aguardientoso de la voz y con la cara de pez y ojos de sapo que exhibía El Colombiano.
«Me ha dicho scheiß Ausländer»2 gritó El Colombiano cargando de mala intención y agresividad los dos últimos vocablos y, además, lo dijo en alemán.
La poca gente que estaba en el bar dejó de conversar, todas las miradas se concentraron en nuestra mesa. El Colombiano, en un arrebato de locura, golpeó la mesa con el vaso vacío y se puso a gritar como un loco: ¡Scheiß Ausländer! ¡Scheiß Ausländer! La hermosa muchacha rubia y diosa del Olimpo se llevó el dedo índice a la sien para indicar la locura del extranjero. Este gesto elevó la locura y los decibeles de la voz aguardientosa de El Colombiano. El atlético y olímpico camarero de la piel oscura se acercó serio y risueño a poner calma, a sosegar al lunático extraño con cara de pez y ojos de sapo.
«Immer mit der Ruhe, Freundchen»3 dijo mostrando una dentadura blanca y perfectamente alineada, pero no logró poner la mano sobre el hombro de El Colombiano, pues éste lo rechazó violentamente.
«¿Ruhe?4 ¡Me han llamado scheiß Ausländer y me pides Ruhe! ¡Negro de mierda... no me pongas tus cochinas manos!
El olímpico camarero de la piel oscura y manos grandes entendía sólo los gestos agresivos de El Colombiano y aquellas palabras en alemán. Cuando quise intervenir, desde nuestra mesa un vaso salió disparado hacia la cabeza del atlético y olímpico camarero. El vaso se hizo añicos al caer al suelo y, para mala suerte de El Colombiano, la sangre que brotó de la frente del fornido camarero de piel oscura y ojos negros, si bien es cierto no llegó al río, enardeció su pacífico y alegre espíritu. Dio un salto felino y en cuestión de segundos doblegó la furia de El Colombiano, lo cogió de un brazo y una pierna y lo arrastró hasta la calle. El Colombiano se aferraba al piso con la mano libre y vociferaba infinidad de insultos que por suerte nadie entendía, parecía un cachorro ladrando frente a un gigantesco e inamovible muro. Herido y maltrecho El Colombiano no podía ponerse en pie, lamía sus heridas, lamentaba su mala suerte. Antes de salir del local me acerqué al atlético camarero de piel oscura y a la hermosa diosa del Olimpo e intenté disculparme por las molestias causadas por El Colombiano. La herida del camarero era pequeña pero de relativa profundidad, necesitaba una sutura de dos o tres puntos. Pagué la cuenta y abandoné el bar. Afuera empezaba a llover suavemente y El Colombiano no dejaba de lamentarse...
Algunas semanas más tarde el rostro de pez de El Colombiano ya no mostraba los rastros de la paliza que le había propinado el camarero de piel oscura. Sus ojos de sapo vivaracho habían recuperado su aspecto vidrioso. Estábamos nuevamente frente a frente. Él frente a un vaso de cerveza colonesa y yo frente a un vaso de té con limón y miel. Estábamos en un bar instalado en el sótano de una casa antigua en la Zülpicherstraße. Bebedores viejos se apretaban alrededor de la barra. El humo de los fumadores enrarecía el aire, nos convertía en fantasmas. El camarero, un alemán de cara colorada, calvo y de largas patillas, se desplazaba entre las mesas recogiendo vasos, limpiando ceniceros, anotando pedidos, distribuyendo vasos de cerveza, café, té y agua mineral. El Colombiano hablaba arrastrando las palabras, luego se callaba, parecía meditar en algo, luego volvía su voz aguardientosa en ese tono cansino y monótono.
«Durante las noches escribo cartas, pero nunca las he puesto al correo. No sé, tengo miedo de que lleguen a las manos de la única mujer que amé en esta perra vida o vida de perro. Ella sabía que yo la quería y ella dijo también que me quería. ¿Qué pasó? No sé si la dejé o ella me dejó. Estuve tan borracho aquella vez. Al volver a la realidad, a este valle de lágrimas, me quedé con una rara sensación. La encontré en los brazos de mi mejor amigo que era como un hermano para mí, mi chochera del alma y no tuve el coraje de matarlos, o por lo menos matarla a ella. Quizás yo me hubiera matado. ¿De qué me sirve toda la ingeniería electrónica si nunca he podido olvidarla? Yo sé que ella me ha olvidado, que muere de felicidad con los besos y caricias de mi chochera, de mi pata del alma, en cambio yo le dedico todas mis noches, la escribo, la describo, le pido y le doy explicaciones, son cartas de amor y desamor, cartas llenas de rencor y de cariño. Así como escribo cartas y no las pongo al correo, así, de la misma manera, hay días que no salgo de casa con la esperanza de recibir una carta, sólo una carta. ¿Y por qué espero?, si sé que nadie me escribirá. Quizás los sicólogos me dirán que sufro de complejo epistolario. A quién se le ocurre sentarse a esperar una carta sabiendo que no va a llegar nunca, y sin embargo espera... Ese es mi problema, mi dilema y mi lema. No sé, esa idea es como un gusanito que me recorre el cerebro sin descanso. Y entonces pienso ¿te das cuenta?, pienso, y mi vida es tan sólo un pensamiento que no tiene fin, que no tiene cuando acabar...»
Silencio. Entonces me detuve a escuchar las cruzadas conversaciones de los bebedores y fumadores que llenaban el viejo bar. Algunos hablaban de negocios, otros recordaban los días que trabajaban, otros discutían sobre el futuro, sobre la desocupación, también hablaban del amor y sus sinsabores, de los sabores de la venganza, otros matizaban temas que iban desde la filosofía del borracho hasta las próximas elecciones políticas. El Colombiano bebió de un tirón su cerveza y pidió otra. No, esta vez pidió dos cervezas Kölsch y grandes. Sus ojos de sapo se habían vuelto más turbios y su boca grande colgaba torcida hacia el lado derecho. El camarero calvo y alemán trajo las dos cervezas. El Colombiano me pidió que le acompañe en su viaje de visita a la casa de Baco. Observé como El Colombiano bebía con gusto, retenía el líquido en su boca, lo saboreaba al mismo tiempo que se enjuagaba los dientes o refrescaba el paladar y luego lo tragaba lentamente. Después dejó escapar un soberano eructo, un erupto o suspiro del alma. Mientras tanto yo le di varias vueltas al vaso entre mis manos antes de probar el ambarino líquido coronado de una gorra blanca, blanquísima. La cerveza estaba fría y más amarga que en otras oportunidades.
«¿Cómo llegué a Colonia?», trata de contestar El Colombiano. Sus ojos de sapo están cada vez más turbulentos y su boca de pez en tierra se tuerce aún más con la mueca que ensaya, parece una risa chueca, una risa del submundo de los sueños. «Llegué a Europa, o sea pues a Colonia, como todos, de paso, para olvidar, de pronto me di cuenta que el tiempo había pasado, que me había quedado, entonces podemos decir, como escribe tu paisano Alfredo Bryce Echenique, que soy un quedado...»
Otro silencio. De pronto los parlantes dejaron escuchar música en castellano. El reloj de cuerdas suspendido/ El teléfono desconectado/ En una mesa dos copas de vino/ y a la noche se le fue la mano... El Colombiano siguió con atención el texto y el ritmo de la canción. Repitió algunas frases. Se calló y volvió en silencio a escuchar, miró sonriente el movimiento de algunos bebedores, bailaban torpemente, como si palparan primero el suelo antes de dar uno u otro paso. Alguien ha dicho o ha escrito que la danza es la expresión vertical de deseos horizontales. Hay algo de eso en estos bailadores, pero más por lo que están borrachos y es difícil su estabilidad vertical. El Colombiano seguía moviendo los labios pero sin dejar salir ningún tono. Luego pidió fuego a una muchacha que fumaba pausadamente, mirando al cielo, entre pausa y pausa bebía cerveza, mientras hojeaba el Frankfurter Rundschau. Seguramente estaba a la espera de alguien, pues sus redondos ojos claros se cercioraban de la hora y se clavaban en la puerta cada vez que ésta se abría. Son esas esperas que desesperan, cuando los relojes se paran a una hora determinada y caen sus manecillas como lirios tronchados, como dos brazos sin vida.
«He aprendido a sobrevivir en Colonia, claro que muchas veces estuve a punto de tirarme de un puente al Rin, pero para esas cosas no tengo la necesaria valentía. Entre cerveza y cerveza me he ido quedando, la borrachera es mi exilio. No falta quien me dice: scheiß Ausländer, y quizás con razón, pues hasta a la hora de dormir soy "ein verdammter Ausländer"5, pero eso de scheiße que se lo digan a su abuelita. Y digo a la hora de dormir, pero en realidad no duermo, no puedo, no debo pues no quiero que la muerte me sorprenda en los brazos de Morfeo. Entonces mi huidizo corazón se interna en las sombras y esto me inquieta, me hace perder la calma y dormir es ya sólo una quimera. Hay noches que cierro mis ojos para escapar del mundo pequeño que me rodea, pero la luz de la vigilia me persigue. Desvelado me revuelco en la cama. En medio del silencio el golpeteo, implacable y sin pausa, del minutero del reloj parece perforar la penumbra de la noche. Tic-tac, tic-tac, tic-tac.
Sé de memoria cada rincón de mi habitación. En la oscuridad paso lista a todas las cosas que se amontonan en el estante y sobre la mesa. Hay noches que las paso sentado a la mesa escribiendo cartas y esperando que me llegue una carta, tan sólo una carta. En mi extravío escucho mi nombre pronunciado por el cartero. Corro, a medio vestir, escaleras abajo, pero es media noche. Por eso, cerveza tras cerveza en el Terra Nostra, adormezco mi vida, mis sentidos, espanto mis fantasmas. Para mantener mi humanidad, necesito cerveza, cerveza y más cerveza, acompañado, por supuesto, de su Blanca Nieves, coca pura, purísima por la gracia de Dios. Una cerveza, dos cervezas, un gramo de Blanca Nieves, otra cerveza y otro gramo me llevan a viajar por mi universo, mi único mundo donde todo es posible.»
La música en castellano seguía escuchándose, era alegre, movida. Agua dulce, agua salada, por agua viene y por agua se va, me quita la vida, me quita y me da... El Colombiano tamborileaba la mesa con los dedos dándole ritmo a la canción que cantaba. Tenía los ojos de sapo inyectados de sangre. Me recordaban la rojez de los bosques otoñales o esa línea rojiza de árboles a lo largo de la avenida Universitaria. Puso a un costado los vasos vacíos, me pareció que los contaba. Entre los cristales vi sus dedos deformados, multiplicados. La alegría serena de su rostro de pez se había trocado, repentinamente, en una dura expresión de tristeza, y la soledad se manifestaba en la turbulencia enrojecida de sus ojos de sapo. De El Colombiano solían decir que borracho iba cantando todas sus frustraciones por las calles de Colonia: Quien fuera brisa / Quien fuera bruma / Quien fuera llanto / Quien fuera flor...


«Sólo se caen los que saben llegar a las alturas...» —me dijo una vez El Colombiano.
Cuando las primeras luces del día empezaban a borrar las sombras de la noche, llegaba a su casa, solo, borracho, perdido en su mundo. Desde la ventana contemplaba las calles aún vacías y silenciosas. Pensaba, soñaba con los ojos abiertos. Se metía en la cama y, poco a poco, un delicioso sopor lo rendía en los brazos de Morfeo o quién sabe en los brazos de su amor perdido, pero había algo interno que lo obligaba a mantenerse despierto, era quizás el temor de encontrarse con la muerte mientras dormía.
«En muchas ocasiones, aquellas veces que he podido dormir tan sólo unos minutos, pesadillas turbulentas han interrumpido mi ansiado descanso. Las cortinas en ondas voluptuosas abrazaban a las ventanas devolviéndole toda la claridad a mis ojos. Las flores en los maceteros crecían hasta desbordar los límites de la habitación y lo enredaban en una maraña de ramas y hojas. Las cosas adquirían vida y se movían veloces del estante a la mesa, de la mesa a la silla y de la silla al piso. La cama convertida en un caudaloso río me arrastraba furiosamente y me arrojaba por la ventana. Antes de estrellarme sobre la calle, una fuerza invisible me levantaba como a una hoja de papel y me dejaba caer con suavidad sobre el piso de mi habitación. Al despertarme, sobresaltado miraba la inmóvil presencia de las cortinas, de las cosas y la cama dura. Y así, muchas veces, me sorprendía el bullicio del nuevo día...»

Aquella mañana, en que había quedado encontrarse con Rosalía, desde muy temprano estaba ya despierto. Escuchó los pasos apresurados de alguien que abandonaba el edificio. Su reloj marcaba las siete de la mañana. Sólo media hora había logrado dormir. Fueron sueños tranquilos. Afuera en la calle persistía la lluvia que había empezado el día anterior. El cielo se había roto y por ese agujero se escapaba el agua sin piedad. Una de sus vecinas tarareaba bajo la ducha una canción carnavalesca, de ritmo alegre y contagioso, mientras su marido renegaba en el garaje porque su auto viejo no se ponía en marcha. Al frente, en el otro edificio, un gato ronroneaba alrededor del cuello de su hermosa dueña. Una pareja de ancianos, bajo un paraguas extendido, realizaban, con su perro, el acostumbrado paseo mañanero. Hasta su ventana llegaron dos parejas de palomas, dieron unos cuantos saltos y volvieron a irse.
«Alemania es un país envejecido, repleto de viejos inútiles. La falta de niños es una enfermedad crónica y el exceso de perros y gatos, que viven mejor que la gente de nuestros países, se agudiza. Tercer Mundo le llaman, ¿acaso nuestra pobreza viene de otra galaxia.»
Así pensaba El Colombiano. Tomó un largo trago de un líquido transparente que navegaba en una botella, lo retuvo en la boca unos segundos y luego lo tragó rápidamente, casi con ansiedad, desesperación...
«¡A esto se le llama pisco, carajo, y no a esas pendejadas que nos venden en el Petit Prince!»
El repiqueteo incesante del teléfono en el pasillo interrumpió su monólogo. Era Rosalía y le dijo a El Colombiano que no podía pasar por su casa. Se acumuló el silencio y sin esperar ninguna explicación colgó el fono. Alzando los hombros se alejó del aparato.
«Amo democráticamente, por igual, tanto a las mujeres como al alcohol en dosis abundantes y sin límites, de una manera apocalíptica y licenciosa. La cerveza no sufre de síndromes premenstruales ni tiene la regla, no se queja de dolores de cabeza y nunca está cansada. Sólo la pureza virginal de la Blanca Nieves se pone cada vez más difícil, más cara y más necesaria. Me bastan dos o tres o cuatro aspiradas de Blanca Nieves para ponerme a invernar como una boa acariciada por mil hadas.»
Como resultado de sus lecturas literarias El Colombiano había desarrollado una vasta cultura y una filosofía para su propia vida o «para el hundimiento de su vida», como él decía.
Rosalía era una mujer que redondeaba los cincuenta años, de piel canela, cabellos negros, negrísimos y de formas que empezaban también a redondear. Era todo un torrente de alegría, de sencillez y con un profundo miedo a morir en Alemania. «Quiero morir en mi tierra», decía. En sus ojos, también negros como un inmenso mar de sombras, brillaba la ternura. En su cintura de mujer madura se abrazaba la belleza con una impetuosa femineidad. Cuando la conocí no supe si llamarla mariposa, muñeca de porcelana o animal hermoso. La envidia y los celos transitaron sin freno en mi alma. «Estos locos tienen suerte», pensé. El Colombiano, presintiendo o leyendo en mis ojos atrevidas intenciones, me dijo:
«No me manosees la fruta con tus sucios pensamientos.»
Sonreí. Rosalía arregló rápidamente la habitación. De cuando en cuando rezongaba contra el desorden y el descuido de Jacinto, El Colombiano.
«No sé», me explicó una vez Rosalía, «si quiero a Jacinto o sólo es compasión, solidaridad para sacarlo del infierno en que ha caído.»
¿Avizoraba ella el final de un adicto al licor y a la droga?
En silencio miró hacia la calle... Llovía y una fría ventolera bailaba sobre la oscura tristeza de la ciudad.

 
«¿Cuánto tiempo hace que no me llega una carta? No sueño recibiendo cartas porque no duermo, pero pienso, vivo con la esperanza de recibir una, una sola carta. Yo sé que nunca llegará y sin embargo la espero. Parece una cosa de locos, ¿no? Cuántas veces he bajado corriendo las escaleras para ver si la carta que tanto espero ya está en el casillero. Tantas veces he bajado agitado por la ilusión y han sido tantas veces que he subido hasta mi habitación con las manos vacías, con el alma hecha un nudo. ¿Sabes por qué espero una carta? Porque eso me hace recordar que aún me tiene presente. Es como hacerle misa a un difunto cada año, eso reconforta el espíritu de los parientes y el difunto vive, vive en el recuerdo de todos. Cuando veo en las calles a un cartero con su bolsa llena de correspondencia, me entran unos deseos locos de correr y preguntarle si tiene una carta para mí. Me hierve la sangre de rencor al ver la dicha de quien recibe una carta, una postal.»
El rostro de Jacinto, El Colombiano, no revelaba su verdadera edad, parecía no envejecer. «El alcohol conserva», decía batiendo una amplia sonrisa. Su andar ligeramente disparejo acentuaba sus movimientos de borracho consuetudinario. Soñaba con una carta, así como se sueña ser correspondido por un amor imposible. Alguna vez recibió cartas de su madre contándole de sus dolores de cabeza, de sus reumas deformándole las extremidades, de esas pequeñas flores de alegría y de la inmensa pena que le causaba la lejanía de los hijos tan queridos. También recordaba haber recibido una carta de Juan José, su hermano menor, reseñando aquellos años mozos y sus ciertas cuitas de amor con aquella muchacha que, sentada en la puerta de su casa, soñaba con su príncipe azul leyendo fotonovelas Corin Tellado. Entre sus cosas había una foto y las cartas de una muchacha que conoció alguna vez, que la dejó preñada de esperanzas.
El Colombiano tomó un largo sorbo de Maibier. Respiró profundamente, se arregló el pelo con una mano y, luego de una breve pausa, habló de pronto con un tono amargado.
«Los amigos están contigo cuando te necesitan, cuando saben que tienes dinero, pero a nadie le interesa nuestra soledad por estas inmensas avenidas atravesadas de autos y gentes sin rostros arrastrando perros que se cagan en los jardines y se mean en los árboles y en los postes. De la mujer que tanto amaba, que tanto me jodía con sus celos, y vive ahora con mi mejor amigo, sólo me queda una herida, un recuerdo malherido, molestoso, como un coitus interruptus... ¿Sabes?, me gustan los cementerios de Colonia porque son lugares tranquilos y, más que cementerios, parecen ser los jardines de los muertos. Y cuando voy al centro de la ciudad, me paro en una esquina para ver pasar a la gente, sobre todo a las mujeres. El sexo, más que un tabú, es una cuestión infinita. Los Sex Shops no me gustan, porque hay mejores cosas para masturbarse. Anda a la Schildergasse y mira los escaparates de ropa interior femenina. ¿No? ¿No los has visto? Oye, qué tal si vamos un sábado en la noche a putear en la ciudad vieja. Mira viejo, a los alemanes les falta humor y gracia para disfrutar la vida. Y no hay peor animal que un latinoamericano alemanizado. Ponerle ritmo y sabor de salsa al Sauerkraut debería ser la tarea de todo latinoamericano. Si no estás contento, me dicen, ¿por qué no te vas a tu país? Ya estoy viejo para semejante aventura, contesto. ¿Pretextos?, claro que son pretextos. Aquí estoy jodido, pero allá en mi país estaría peor... Sí, estaría peor. No sé cómo, pero estaría peor.»
El verano había empezado.
En esta corta estación la ciudad de Colonia, como todas las ciudades alemanas, cambia de fisonomía, parece otra, hasta el idioma adquiere rasgos más diáfanos y notas sonoras. El sol desde temprano pinta de color alegre los techos cenicientos de las casas. Las muchachas muestran toda su venerable belleza al desempacarse de sus gruesos atuendos invernales. En los verdes parques mítines de senos erectos apuntan amenazantes al sol. Un fantasma erótico recorre la ciudad. Ríen las casas con sus ventanas abiertas. Alegría fugaz, guiño de estrellas, porque rápido llega el invierno con su tristeza fría y su manto blanco. La gente se refugia en la caparazón de sus habitaciones y ni las almas se pasean por las calles grises. Se cierran las puertas y las ventanas. Los corazones se envuelven otra vez en el aliento frío de la melancolía. El frío, la lluvia, la nieve y el desconsuelo inician su reinado...
En la pequeña habitación de Jacinto, El Colombiano, el desorden parecía continuarse hasta el infinito. En el Stereo-Anlage AIWA sonaba alegre el merengue «a pedir su mano» de Juan Luis Guerra. El CD terminó y El Colombiano habló otra vez.
«El silencio nos recuerda que en tierras extrañas la soledad es inmensa como la distancia. Por eso será que partir es morir un poco. La vida me ha dado más palos que satisfacciones. El diploma de ingeniero y los poemas que solía escribir se lo regalé a mi madre, con mi padre solíamos hablar de hombre a hombre, o sea, como dos animales aplastados por el destino. Cuando partí les dije adiós a mis perros, a los gatos, a mis discos, a mis libros y me fui de noche, como escapándome, como avergonzado de mi destino, de mi vida. Por eso bebo, para cambiar de canal, para buscar la chispa de la vida, esto no es un comercial, entonces vuelvo al Petit Prince a bailar y a beber, vuelvo al Cactus, al Salsa, porque se vive y se bebe sólo una vez. Imagínate, te mueres y con eso se acaba todo, te mueres y nunca más vuelves a la vida ni a la bebida, nunca más. Por eso hay que morir de gozo en esta vida y si después San Pedro no nos recibe en el cielo ya no importa. ¿No sé si conoces la historia del pelao, ese más pendejo que Jaimito? Dicen que un pelao murió y se fue al cielo. Después de un par de meses de puro rezo, paz, silencio y la güevonada esa de la castidad, sintió curiosidad por conocer el infierno. Pidió una audiencia con Dios y le planteó el asunto. Dios como siempre no se hizo el del culo estrecho y le dijo que cuando quisiera le podía sacar una visa para ir al infierno. Sin tanto trámite, o sea, pucha, más facil que salir de Cuba para Miami, le sellaron su salida rumbo al infierno. Llegando al infierno el mismo Diablo lo recibió y le mostró el vacilón: Puteríos con mujeres más chéveres que en los Sex-schop, salsódromos y trago hasta decir basta, o sea pues, la vida entera ahí en el averno. Entonces, sin querer queriendo, le preguntó al Diablo la posibilidad de poder quedarse a vivir, porque la estadía en el cielo era más aburrida que en Alemania después del carnaval. El Diablo le explicó que toda la gente que quiera es bienvenida, con excepción de Carlos Marx, pues no quería tener problemas con sindicatos ni organizaciones que quieran arrebatarle el poder. Yo de política, never, contestó el pelao, mi política es el vacilón y punto, nada que ver con proletarios ni sindicatos. Regresó al cielo y sin esperar ni un minuto solicitó una visa de residente en el infierno. Dios le firmó todos los documentos y el pelao, feliz por su buena estrella, partió al infierno. Apenas llegó al averno lo encadenaron, lo torturaron, lo violaron y lo metieron a las calderas de Pero Botero. Pidió hablar con el Diablo y después de tanto chongo y pataleo vino el Diablo y le preguntó si tenía algún problema. Se quejó ante el Jefe Supremo del infierno de todas las maldades a que lo habían sometido sus súbditos y dónde diablos estaban las jermitas chéveres, las fiestas, todo el achore. Ah, le dijo el Diablo, una cosa es el turismo y otra la migración.
Luego de reírnos como dos niños, se produjo una larga pausa.
«Quizás hoy día reciba una carta y entonces, si eso sucede, con todo gusto podría besar al primer hombre que se cruce en mi camino. Podría ser que la carta llegó mientras me emborrachaba en el Petit Prince», dijo El Colombiano y se encaminó hacia el casillero postal soltando una chispa de coquetería. Mientras bajaba las escaleras pensó que la vida ya no tendrá color de hormiga ni el sabor salado de una lágrima. Pero abrió y buscó con la mano todos los rincones del casillero y no encontró nada. «Secuestran gente y también cartas», había escuchado. Con una mirada desesperada espulgó milímetro a milímetro todo el volumen del pequeño buzón. No había nada. Nada. «¿Quién podría secuestrar mis cartas?...»
Volvió a mirar en el casillero, pero no había realmente nada. Entonces, dispuesto a esperar al cartero, apoyó el cuerpo y una pierna doblada sobre la pared. La espera empezó a estirarse, las horas se dilataban dolorosamente. Las manecillas de los relojes parecían haberse detenido señalando un punto fijo, daban la impresión que no se movían, eternamente quietas. Al fin las piernas se le fueron doblando de cansancio y se sentó en el pasillo frío con una corazonada agria entre pecho y espalda. Con el dedo índice, para no aburrirse y tener un pretexto para no mirar ese extraño marcador del tiempo, intentó hacer figuras geométricas en el piso polvoriento. Un suave desvanecimiento, como una tierna caricia, comenzó a elevarlo a un mundo de pesado silencio y oscuras sensaciones. Todo se fue tornando en sombras grises y negras, dejó caer la cabeza sobre un hombro y se quedó dormido.
Dejándolo disfrutar de sus sueños abandoné el plomizo edificio.
El cartero llegó a la hora de costumbre y al verlo dormido en el suelo, dijo: «Estará borracho.» Algunos vecinos ni siquiera lo miraron o no lo vieron, por lo tanto, no pensaron ni dijeron nada. Otros pasaron presurosos hasta sus casilleros sin importarles nada más. «En la ciudades grandes», me había dicho alguna vez, «los vecinos casi ni se conocen, se miran con temor y tan sólo se saludan cuando es necesario. Sólo en los días del carnaval la luz de la alegría salpica las nubes oscuras del temor, entonces hablan, ríen y saltan por las calles bajo el disfraz de payasos multicolores o seres extraídos de una fantástica fauna. Pasado luego el efecto del alcohol y la fiesta, todo, todo vuelve a la calma absoluta.»
Nadie se ocupó de Jacinto y sus sueños. Con la cabeza doblada sobre el hombro derecho dormía plácidamente. A nadie le importó ver a un hombre durmiendo ahí en ese pasillo semioscuro. ¿Quién era Jacinto Romero, más conocido como El Colombiano? Nadie. Un don Nadie y para el colmo de los colmos, era extranjero desde la yema de sus huesos hasta la punta roma de sus cabellos. Ahora, en la penumbra de un viejo edificio en la ciudad alemana de Colonia, ¿dormía soñando acaso con la carta que tanto esperaba? Nadie quiso fijarse en Jacinto y en las moscas que le sobrevolaban rumorosas. Tampoco el cartero que al verlo en la misma posición del día anterior, diciendo: «Ya se despertará», se marchó a cumplir con su tarea de repartir los mensajes de paz y de guerra que se apretujaban en su bolsa. Pero El Colombiano no se despertó como había pronosticado, con buenas intenciones, el empleado de correos y telecomunicaciones.
Una corriente de viento que se arrastraba por el pasillo abría y cerraba con violencia las pequeñas puertecillas de algunos casilleros postales. Como palomas en sus tibios nidos descansaban las cartas amenazando salir volando en cualquier momento. Una mosca insolente entraba y salía en las fosas nasales de El Colombiano. Otra recorría tranquila los meandros de su oreja izquierda. Algunas se detenían sobre la comisura de los labios de El Colombiano para divagar sobre la inmortalidad de los mosquitos. La camisa blanca de El Colombiano se había convertido en un panal de miel invadida por las moscas. Se habían cagado ya tantas veces sobre el rostro pálido de El Colombiano que sus mejillas semejaban un plátano maduro. Sus manos crispadas y aferradas en el suelo no intentaban levantarse y manotear a las moscas. Su rostro aún fresco sonreía con una dicha inmensa y el zumbido de las moscas crecía y crecía a cada instante mientras El Colombiano dormía, dormía, dormía sin darse cuenta que las moscas lo estaban devorando.
Rosalía ingresó apresurada al edificio y extrañada vio a El Colombiano sentado sobre el suelo sucio y penumbroso del pasillo.
¡Hey, Jacinto...! ¿Qué haces ahí? ¡Levántate...!
Con la mejor sonrisa de sus audaces labios se fue acercando, pero El Colombiano no hizo el menor esfuerzo de moverse. De uno de los casilleros postales, como una bandada de aves asustadas, volaron las cartas que se habían acumulado durante los últimos días.
¡Jacinto, levántate hombre...! le regañó Rosalía en tono amoroso y sacudiéndole del hombro... ¡Jacintooo... leván...! la frase se ahogó en su garganta y se derrumbó en el hueco oscuro que se abrió en torno suyo. Unos segundos después volvió una luz mortecina y se desbordó el lago negro de sus ojos. Sus gritos desesperados desconcertaron a los truenos de la tormentosa tarde.
¡Jacinto...! ¿Por qué...? ¿Por qué...? ¡Levántate por amooor...!

Enormes moscas salían azuleando desde la boca entreabierta de Jacinto.


1 mierda
2 extranjero de mierda.
3 Cálmese amiguito.
4 ¿Cálmate?
5 un extranjero maldito

1 Kommentar:

  1. Buen cuento. Lo degusté poco a poco como se deguta los buenos vinos.
    Felicitaciones
    Feliciano Padilla

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