Montag, 6. Juni 2011

¡Chócala para la salida!


 Foto: Víctor Hugo Alvítez

A Luzmila Bravo Barrantes

Mamá me alistó para el primer día de escuela. Todos nos levantamos más temprano que nunca. Antes de desayunar me lavé los pies en el chorro y con una piedrita plana les saqué toda la mugre. Vestí un pantalón marrón y una camisa blanca, vieja pero lavadita con Ña Pancha. Te has de portar bien, dijo mamá, y echando un poco de saliva en sus manos frotó mi pelo rebelde y peinó su brillante negrura como plumas de cuervo. Crucé en el pecho una bolsa de tela que contenía un bloc que mamá hizo con restos de viejos cuadernos y cosió con una guatopa y a doble hilo.
Con el corazón latiendo atropelladamente entré a la escuela de la mano de mamá. Cruzamos un pasillo cortó y estrecho y llegamos al patio. Y ahí me soltó, como a toro en el redondel esperando al torero. Me paré en un lado, tratando de pasar desapercibido. Otros corrían de acá para allá y de allá para acá. Las chicas también se mantenían al margen de todo ese alboroto que armaban algunos chicos. Las mamás hablaban entre ellas, de vez en cuando dirigían las miradas orgullosas a sus retoños. Sonó un silbato y la directora de la escuela pidió a gritos que formáramos columnas a un lado del patio. Luego nos fue llamando uno a uno por nuestros nombres y formamos otros grupos de hombres y mujeres. Nos dividieron en varias secciones.
Me tocó ir a la sección B. Mi maestra era joven con ojos de capulí y medias color de humo. Era hermosa con su abrigo negro y sus zapatos de gamuza. Todos los muchachos de la escuela comentaban que mi maestra era bonita porque tenía el pelo como la noche y al sonreír sus mejillas se hundían en dos hoyitos graciosos. Me gustó verla reír y cómo tomó la tiza para escribir su nombre en la pizarra. Sus labios tenían la rojez de los huayruros, de las moras. Disfrutaba observando sus piernas cruzadas bajo el pupitre. Sin duda mi maestra era hermosa. Ni Adita, una compañera de ojos claros y cabello ensortijado, con faldita plisada y zapatos de muñeca, era tan bonita como mi maestra.
Romel, el hijo del jefe de la policía, dijo que mi maestra era una chola fea. Al escucharle me hirvió la sangre, no sé de donde saqué tanto coraje para salir en defensa de mi linda maestra. Me puse frente al insolente y lo reté: ¡Esto se lava con sangre! ¡Chócala para la salida si eres hombre! Romel, todo sobrado, con burla dijo que me sacaría chicle y moco. Aunque andes enzapata’o, le dije, no me das miedo. Cholito daña’o, replicó con sorna, ya te estás orinando de miedo. Y era verdad, pasado el arranque de valentía, me asusté. Estaba a punto de ir a decirle que era una broma, que me disculpe. No, me dije, a mi maestra nadie la insulta. Y eso me volvió a dar valor.
Y llegó la hora de la salida. Me hice el que buscaba algo en mi carpeta tratando de alargar el tiempo. Romel pasó a mi lado y me dijo que me esperaba para sacarme la mierda. Me volví a asustar. ¿Qué hacer? La maestra pidió que me apurara pues quería cerrar la puerta del salón. No me quedaba pretexto, debería salir y enfrentar a mi enemigo. A la espalda de la iglesia me esperaba Romel acompañado con su séquito de aduladores. Yo iba solo, detrás venía Carlos que haría de árbitro de la gran pelea, la primera escaramuza de mi vida. La maestra pasó apurada azuzándonos de que vayamos rápido a casa.
Dejé mi bolsa en el suelo y nos dispusimos para iniciar la lucha. Alzamos los puños, nos pusimos en guardia. Carlos tenía una mano entre los dos. El que escupe primero gana, dijo. Los dos combatientes nos apresuramos a escupir. El árbitro sacó veloz la mano y mi escupitajo cayó en la cara de Romel. Esto lo enloqueció y rojo como un tomate me encajó el primer puñetazo que me lanzó por los suelos. Con todo sus fuerzas me asestó una patada en el estómago. Me retorcí de dolor. Estaba perdido. Se tiró sobre mí y esa fue mi salvación. Mi rodilla se incrustó entre sus piernas y el golpe lo hizo aúllar como a perro picho. Se repuso pronto y volvió al ataque. Abrazados rodamos una par de veces. Tragamos tierra salada. Otra vez estaba debajo, inmovilizado. Su oreja estaba a mi alcance y no lo pensé dos veces. Como animal hambriento me prendí de la oreja de mi rival. Romel gritó como un desalmado y luego se rindió. Al final nos levantamos. Nos dimos las manos como caballeros y, en paz, cada uno partió a su casa.


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