Montag, 6. Juni 2011

El Motori / Walter Lingán


A veces necesitamos ser perros y no hombres.

Oliver Sacks.

«Dime, Leo, con toda franqueza: ¿Qué opinas de mi forma de ladrar?»
La respuesta de Leo fue escueta y sincera: «Yo diría que lo haces bastante bien, pero tendrás que mejorar. Cuando ladras todavía se te nota el acento humano.»

Mario Benedetti.

Tanto había crecido la barriga de mi madre que tenía miedo que se le reventara, que le explotara como un globo. La fecha del alumbramiento se había cumplido e incluso, según el almanaque Bristol, donde anotó exactamente el inicio del embarazo, habían pasado ya casi seis semanas más. «¿Por qué la demora?», se preguntaba mi madre con fastidio. Mirando al techo, lloraba sin consuelo. Frotándose la barriga con las manos, gritaba desesperada: «¿Por qué me castigas, Dios mío...? ¿Por qué, Señor del cielo? Bendito y bienaventurado... ¿Qué te has propuesto? ¿Acaso voy a parir un ángel? ¿O crece en mi vientre el hijo de un demonio?»
La vieja comadrona, que visitaba a mi madre cada cierto tiempo, sólo movía la cabeza, pensativa, sin intentar una explicación. El médico del pueblo, luego de revisarle el vientre, aseguró que se trataba de un embarazo normal, no había motivo para preocuparse. En cuanto a la fecha del parto, utilizando un lenguaje casi marcial y jeroglífico, dijo: «Tratándose de una nulípara posiblemente estaríamos frente a un caso aislado de una desviación del término medio de duración del embarazo.» Mis padres, desconcertados y afligidos, abandonaron el consultorio sin haber entendido casi ni una palabra.
Primero la hacía feliz con las débiles pataditas y los puñetitos que ella sentía como cosquillas en su vientre. Pero a los veinte meses estas cosquillitas se convirtieron en severos golpes en los costados y en la boca del estómago, que casi caía fulminada por tremendos dolores. Muchas veces, navegando en ese líquido que me rodeaba, llegaba hasta la membrana, hasta esa tela, que me impedía estirarme en todo mi largo. Me prendía de ella con mis rudementarios dientes tratando de romperla, pero sólo hacía daño a mi madre. Sus quejas y sus gritos de dolor eran pequeños truenos horadando mis oídos. Más tarde, después de mucha práctica y esfuerzo, superé esa odiosa posición de gusano enrollado y logré sentarme. Entonces, sentado como un indio meditabundo, intentaba captar todos los ruidos externos. Solía acostarme de espaldas, boca arriba, y orinar con precisa puntería para construir un puente curvo que terminaba en mi boca. Esto era lo más difícil y lo más divertido. Se necesitaba bastante concentración, pues estaba sitiado por una masa líquida, y cuando la orina se mezclaba con ese lechoso fluido, el fracaso era desolador. Siempre buscaba alguna forma de diversión para no aburrirme en el encierro de esa burbuja de agua.
Hasta que un día mi madre, cansada de tanta espera y al ver que su barriga seguía creciendo y creciendo sin compasión alguna, que los días pasaban sin que a mí ni siquiera se me antojase asomar las narices, bajó de su lujoso catre de fina madera. Casi arrastrándose llegó hasta el río. Se sentó a la orilla, hundió primero sus piernas en el agua y, poco a poco, se dejó llevar lentamente por la corriente...


Los peones de mi padre descubrieron el cadáver de mi madre. Llorando, más de temor que de pena, fueron los portadores de tan triste mensaje. Subidos a una pequeña loma, desde donde se divisaba la casa-hacienda, llamaban a gritos: «¡Patróoon...! ¡Patróoon...! ¡La patronaaa, patrón...!» Agitando los brazos hacían señas, pero mi padre no les prestaba atención o no entendía. Hasta que el viejo Crisanto, llegando al portón, casi ya sin resuello, dijo que la patrona estaba muerta: «Con la cabeza metida en el agua y la panza al aire.» Mi padre, desencadenando una hila de improperios, se encaminó hacia el río.
-¡Carajo...! ¡Qué jodidas son las mujeres!... ¿Qué le hubiera costado esperar hasta que pasen las cosechas y no ahora cuando estamos tan ocupados? ¾dijo arremángandose los pantalones hasta las rodillas.
Antes de sumergir sus musculosas piernas en la corriente, observó en silencio el aciago final de su mujer. Una vez frente al cadáver, que semejaba un pez gigante encallado en el centro del río, ordenó el retiro de los peones. Sólo la vieja Conshe, la cocinera de la casa, no hizo caso. Pasmada, con la mirada puesta en el cielo, rumiaba oraciones incomprensibles. Luego, con mucho respeto y venciendo ciertos temores, se fue acercando al inerte cuerpo de la patrona. El agua fría chicoteó sus piernas y mojó los ribetes de su pollera granate. Los perros, oteando al viento, ladraban alborozados. Mi padre, ayudado por la vieja Conshe, empezó a despojar de sus vestidos a mi madre. Su pulido vientre reventó colores sobre las piedras del río. Observando como el agua reptaba bulliciosa, alzó las mangas de su camisa, sacó la cuchilla que llevaba siempre en uno de sus bolsillos y la hundió en un primer corte de izquierda a derecha y de arriba hacia abajo. Lavó la cuchilla en el agua y volvió a practicar un nuevo corte, esta vez, de derecha a izquierda y de abajo hacia arriba. Los dos cortes cruzados formaron los vértices de cuatro triángulos. Al levantar los triángulos quedó un agujero cuadrado mostrando las entrañas de mi madre. Palpando cuidadosamente con los dedos, fue profundizando suave, muy suave, la cuchilla. Un líquido sanguinolento se fue mezclando con la cristalina agua del río. A los pocos minutos fui apareciendo. Primero saqué las manos, luego la cabeza. Respiré. El aire fresco invadió mis pulmones. Mis ojos tragaron voraces el azulino horizonte y las cercanías que me rodeaban. Aliviado estiré mis brazos y mis piernas, a continuación salté resuelto al agua. Altivo y hermoso, como mi madre, retozaba en el agua fría. La vieja Conshe terminó de bañarme, al final me envolvió en su chale. Así me llevaron hasta el lugar que sería mi casa. A la difunta la cargaron los peones en una improvisada camilla de dos palos y unos ponchos. Los perros, ajenos a la tragedia, corrían jugueteando delante nuestro. Mi padre caminaba en silencio. Parecía reflexionar en algo. Apenas llegamos a la casa, me agarró de un brazo y dio el primer grito:
-¡Hijo de mal viento...! -y me arrojó al rincón donde dormía la manada de perros que se encargaba del cuidado de la casa, de las vacas y de las ovejas.
Los perros viejos, los más grandes, me recibieron a regañadientes, mostrando sus feroces colmillos en clara señal de rechazo. En cambio los cachorros se lanzaron entre mis piernas y me lengüetearon las manos. Saltaban hasta mi cara y me lamían la boca. Sus narices frías y húmedas las metían por detrás de mis orejas. Por eso, lo primero que aprendí fue a ladrar, así como a conquistar mi lugar en la artesa, una tosca batea de madera, a la hora de las comidas.


Lo más hermoso que he visto en mi vida fue el entierro de mi madre. La casa se llenó de gente y de floridas coronas. El olor de rosas, geranios y cipreses volaba en el ambiente. Fueron los días que más huesos habían para roer. Durante el velorio, en una de las salas, nadie lloraba, más bien se emborrachaban, conversaban en grupitos y reían estrepitosamente. En el salón donde estaba mi madre, quietecita, con los ojos cerrados, había mujeres vestidas de negro, lloraban, rezaban, se quejaban... Después vi otros entierros donde la gente canta, llora y baila. Recuerdo que cuando mi madre era velada, yo era feliz: corría furioso entre las piernas de la gente, revoloteaba curioseando por los inmensos corredores y habitaciones innumerables. Subía y bajaba incansable por las brillantes escaleras de madera. Rebuscaba en los cajones, en los mostradores, en los estantes. De la cocina sacaba trozos de carbón, llenaba puertas y paredes con figuras y trazos extraños. Enterado mi padre de mi talento artístico, me castigó sin miramientos. Ordenó que me amarraran de manos y pies bajo el frondoso aliso donde dormían su siesta el Currundengo y el Orejitas, mis perros favoritos. Los peones al verme así, se reían; hablando grotescamente, se alejaban.
Para ir al cementerio vino la vieja Conshe, con su cara picada de viruela, apestando a cebollas, y me desató. En el pozo, sacando agua con un mate, me bañó, me untó con fragancia de jazmines. Me puso ropa limpia.
-Te vas a portar bien -me advirtió- sino te vuelven a amarrar bajo el aliso.
El cementerio es el otro mundo, ahí se van a vivir todos los que se mueren, como mi madre, por ejemplo. Es un lugar silencioso y lleno de casas con ventanas chiquitas, parece un palomar inmenso. A cada paso, hasta en el suelo, está sembrado de cruces y cruces, muchísimas cruces. Las cruces, clavadas y con los brazos abiertos, llevan su nombre sobre el pecho. Endemoniadamente disciplinadas, no hablan, como si estuvieran en parada militar. Lo mismo nos sucede cuando nos morimos, no podemos hablar ni movernos. Pero los muertos viven con sed eterna, por eso, cada vez que vamos a visitarlos, llevamos agua bendita para darles de beber a los pobrecitos.
-Vamos a darle agua a tu mamita -me dice la vieja Conshe.
Entonces me baña, me cambia de ropa y nos vamos al cementerio.
La vieja Conshe cuenta que desde chiquito he sido así. Me encaminaba como un gafo entre los montes, muchas veces ni a comer venía. En esas andanzas aprendí que la carne de las lombrices es suavita, dulce, dulcecita como el jugo de las zarzamoras. Horas y horas me pasaba en el pozo cogiendo sapos y renacuajos. Los metía en una bolsa, luego, de uno en uno, los mataba tirándolos contra la pared. También me gustaba comer los piojos que tenía en la cabeza. A veces los chapaba cuando rodaban por el cuello mi camisa, por lo que mis camisas terminaban convertidas en larguísimas schillpas. En la cocina, entre los muebles, por los rincones, buscaba cucarachas. Las agarraba, las llevaba al patio, ahí les arrancaba primero las patas para que no puedan escapar. De una en una, como palitos, metía las patitas entre mis dientes y clash, clash, clash me las comía. Había días que me las pasaba en medio de los perros, echado de barriga y a pleno sol, dedicado a despulgarlos. A las orillas del río me entretenía horas y horas persiguiendo mi sombra, tratando de pisarla..., pero siempre se me escapaba. En las mañanitas y en las tardes mi sombra era más grande que el techo de las casas, se perdía entre las chacras, entre los alisos y los eucaliptos. Al mediodía mi sombra se ponía tan chiquita, que si no me movía, me quedaba sin sombra. Lentamente sacaba mi cabeza a un lado y aparecía mi sombra. De esa manera comprobaba que mi sombra no se había ido a colgarse en el cuerpo de algún perro o de mi padre. Al atardecer, cuando todos dormían, la vieja Conshe iba a buscarme. A veces tenía suerte, me encontraba fácilmente. Jalándome de un brazo, me llevaba a casa. Callandito, sin que nadie se dé cuenta, me metía en la cama de su hija Rosaura, una muchacha de trenzas negras y cara chaposa, muy querida por enamoradizos jovencitos. En las noches su habitación era visitada por sus pretendientes, entonces yo me encargaba de distraer a los perros.
A Rosaura le gustaba estar conmigo.
-¿Motori? -me llamaba- ¡Ven... Ayúdame a limpiar las ventanas!
Entonces me iba corriendo porque a mí también me gustaba estar con ella. Mirar sus manos veloces haciendo los trabajos caseros; sus ojos redondos, negros, como dos choloques; sus trenzas jugando con las palomas de sus senos. Todo eso me gustaba de Rosaura, también sus piernas; los dedos de sus pies... ¡Ah, también su voz, esa voz de cántaro! Pero cuando me limpiaba la nariz con la punta del mantel que cubría la mesa del comedor o cuando me sonaba los mocos con las mangas de mi camisa me sabía resondrar con mucha severidad. Se enojaba conmigo cuando rompía los nidos de los pajaritos. Entonces su voz era una brava cascada de un río cargado de agua, de piedras y troncos. Esa su voz me asustaba.
-Rosaura -le preguntaba-, ¿y quién limpia las estrellas que están siempre tan brillantes?
Ella me miraba, se reía y continuaba trabajando apurada sin contestarme.
-Cuando la luna no sale en el cielo -le contaba- es porque se viene a dormir conmigo y entonces las noches se quedan sin luz.
Ella sólo hacía muecas graciosas y volvía a reír.
-Rosaura -le decía buscando sus ojos- la luna es el espejo de la tierra, en ella se peina la trenza de sus ríos. ¡Verdad, Rosaura, verdad!
-¡Ay, Motori...! ¡Ay, Motori! ¿De dónde sacarás tantas zonceras? De tanto andar comiendo cucharachas y lagartijas te estás volviendo loco...
Siempre decía que yo estaba loco, loco de remate, sin remedio. ¡Loco!
-¿Qué pasa Rosaura si nos quitan nuestra sombra?
-No pasa nada gafazo -me contestaba y volvía a callar.
-Y cuando morimos, ¿a dónde va nuestra sombra?
Entonces ella de tanto que le preguntaba, se animaba a contestarme.
-Cuando alguien muere se va llevando su sombra, no la deja, porque podría meterse en el cuerpo de otra gente y andar con dos sombras no es bueno.
Cuando vamos a dar agua a mi mamita muerta, cuido que no se me prenda ninguna sombra ajena. «El que tiene dos sombras es un pecador y los pecadores se van al infierno», dice Rosaura. La vieja Conshe cuenta que el infierno está lleno de candela, fuego, purito fuego, no hay por donde escapar; por eso, los pecadores que van al infierno terminan quemándose como un palo de leña en el fogón.
Al mismo tiempo que crecía, fui conociendo más cosas. Aprendí a coger a las perras, a las ovejas y a las gallinas. Las ovejas se dejaban hacer en silencio, en cambio las gallinas cacareaban, alborotaban el gallinero. Una vez me encontraron con la gallina en las manos, la verga dura y parada, derechita como una flecha. A pedradas me persiguieron hasta prenderme y llevarme ante mi padre a darle la queja. «¡Así que culeándose a las gallinas so pedazo de animal...!» De una oreja me sacó al patio y me ató bajo uno de los alisos. Rosaura quedó mirándome con tristeza. Por suerte en uno de mis bolsillos había guardado un pedazo de cebo. Cuando ya nadie caminaba por los alrededores, froté la soga con el sebo y dejé que uno de los perros la masque. En cuestión de minutos estaba libre otra vez. Sin hacer ruido me fui al cuarto de Rosaura.
-¡Rosaura! ¡Rosaura! -llamé pegando mi boca a la puerta.
-¿Para qué te has venido? ¿Quién te ha soltado? -me preguntó sorprendida.
-Los perros. Los perros me han soltado -le contesté.
Abrió la puerta y me hizo entrar. Me metí en su cama. A su lado todo era blando, calientito. Diciendo: «estás frío», me abrazó y me apretó contra su pecho. Sus tetas redonditas, gorrioncitos picando las semillas de trigo en el patio, así sus tetitas me picaban la cara. Despacito me fui resbalando, lamiéndole la barriga. Metí mi lengua en el agujero saladito de su ombligo. Ella sólo dijo: «¡Ay Motori!... ¡Qué rico! ¡Me vas a matar!» Empujó mi cabeza hacia abajo y la ajustó entre sus piernas. Mojado, todo lo encontré mojadito entre sus piernas y yo la seguí baboseando con gusto, llenándola de saliva espumosa. Entonces estremeciéndose, sacudiéndose, me dijo que me acueste sobre ella, y así, encimado, ingresé quemando en su cuerpo quemante. Me envolvió más fuerte con sus piernas y sus manos... y, gimiendo, se quedó tranquila. Por la mañana, al canto del primer gallo, despertamos felices. «Escucha el mar» me decía tapando mis orejas con sus manos. Cuando no me encontraban bajo la escalera, donde dormía con los perros, salían a buscarme por el monte, por el corral de las ovejas. Muchas veces, después de tanto buscar, me hallaban dando vueltas a la orilla del río persiguiendo a mi sombra, tratando de pisarla.
Desde la última vez que me encontraron con la hija de don Grimaldo, me han amarrado con cadenas. Ningún perro puede romperlas por más sebo que les ponga. Estábamos en la chacra, detrás de unos montes. La niñita acostada en la hierba. Quietecita, parecía muerta, casi no respiraba. Su boquita temblaba. Una mano la tenía entre sus piernas tiernecitas y con la otra apretaba su delgado cuello. Entonces vino el Sandor. Ladrando, dando vueltas en nuestro alrededor, nos puso al descubierto. A la niñita ya la estaban buscando. La gente decía: «¡El Motori anda suelto...! ¡Se ha soltado el Motori!» Corrían tras las muchachitas. Las metían en sus casas para que no las agarre y les haga mañoserías. De todas partes salían los peones con palos y piedras al escuchar los gritos de don Grimaldo. La vieja Conshe y Rosaura me salvaron de su furia. Mi padre, amargo, les ordenó: «¡Déjenlo, carajo..., qué lo maten de una vez a ese monstruo!» Los peones, al ver a mi padre, se detuvieron y bajaron sus amenazadores palos.
También aprendí a ir por otros pueblos. Desaparecía dos, tres días, o una semana. En verdad no sé, porque no me interesa el tiempo. Una vez estuve en la fiesta de Calquis. Ahí bailé en la plaza hasta cansarme. Me habían dado de tomar bastante aguardiente. Los muchachos me decían: «Baila, Motori» y me daban otra copa y otra copa y volvían a decirme: «Baila, Motori». Después, en otra oportunidad, escapé y me fui a Jangalá. Ahí también, borracho andaba entre la gente que había llegado a la fiesta. A la hora de la corrida salté al ruedo y me puse a torear a un torito mulato. «¡Esa, Motori!» «¡Olé, Motori!» «¡Cuidado, Motori!» «¡Así, Motori!» El torito cansado de correr y dar vueltas, pasaba por mi lado con la lengua afuera. «¡Buena, Motori!» Así estábamos. En eso se me cayó el pantalón. Las mujeres volvieron la cara para no ver las partes que me colgaban en la entrepierna. Rápidamente me agaché para levantar el pantalón que se enredaba en mis talones. Pero el torito traidor, viniendo por atrás, de un cabezazo me hizo rodar.
-Por tus malas costumbres, por todas tus mañoserías te han puesto estas cadenas ¾me dice la vieja Conshe a la hora que me trae la comida.
Los peones pasan y me dicen: «¡Loco! ¡Pájaro de mal agüero!» Los muchachos me gritan: «¡Hijo del diablo!» También cantan: «Motori, Motori hijo de Satanás.» «¡Auuuuaa...! ¡Auuuuuaa...! ¡Tarzán de los perros!» Me tiran huesos viejos y sucios. En cuatro patas imitan el caminar de los perros y aúllan improvisando una bocina con las manos. Mi padre pasa, me mira con odio, escupe en el suelo y se aleja sin decir nada. Le miro con toda la suavidad que tengo en la mirada, orgulloso, altivo como mi madre. He nacido en el río, me he criado al calor de perros finos y en el seno de una familia decente, entonces, ¿por qué no puedo darme el lujo de ser loco?


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