Montag, 6. Juni 2011

La danza de la viuda negra

A Luis Guerrero Figueroa

Hasta que una noche apareció... Era linda como el agua de Agomayo, brisa del río su sonrisa y los cabellos al viento de la tarde. Le daba las manos, suaves neblinas que duermen a media falda de Yaguán.
Félix Huamán Cabrera.

I.
 
Desde mi balcón me esforzaba por verla nítidamente. Mimetizada entre los barandales oscuros del balcón vecino, parecía dormitar plácidamente. Su torso peludo devolvía con tonos azulados los madrugadores rayos del sol. La flores, que colgaban desde graciosos maceteros, borroneaban la visibilidad más allá del balcón y las ventanas. Sin embargo podía ver cuando se desplazaba, lo hacía lentamente, como si meditara o midiera cada paso. En la parte más alta de una de las ventanas se podía divisar una lámpara antigua con lentejuelas de cristal que eran estremecidas por el chorro de viento que ingresaba casi con violencia. Alcancé a ver como ella se deslizaba: con cierta delicadeza, con suavidad, con ponderable elegancia. En las amplias ventanas relucían cortinas blancas, bordadas con hilo plateado. Sin duda, por lo menos eso me parecía percibir, en cada movimiento de su cuerpo ondulaba una especie de cadencia musical. El diseño de las ventanas era sencillo y, ya sea invierno o verano, permanecían con una hoja abierta. Sus ojos, que los imaginaba negros, escrutadores, nunca los pude descubrir. Su mirada turbia y decidida sólo se dibujaba en mi imaginación. No sé por qué, pero su mirada la suponía fría, inhumana, sin el menor rastro de sentimientos. La puerta principal de la casa era de madera, con adornos y dibujos muy raros, seguramente tallados -como decía mi tío Facundo- por uno de esos tantos carpinteros que habían estado al servicio de hacendados abusivos y chiflados. La casa era vieja y grande, muy grande, con las paredes pintadas de blanco márfil. Sus antiguos dueños la edificaron en el centro de un hermoso valle flanqueado por agrestes montañas, tierras que usurparon a varias comunidades indígenas. «Esas tierras eran nuestras», contaba mi abuelo, señalando el valle que se perdía en el horizonte. Cuando los viejos hacendados se fueron, llegaron nuevos patrones, sembraron el valle de calles empedradas y casas nuevas. Sin más ni menos se apoderaron de los últimos pedazos de tierra que aún estaban en manos de campesinos laboriosos...


Al fin, una mañana, después de varios días, apareció su cabeza hirsuta arrastrando el negro y peludo abdomen. Con mucho cuidado, con parsimonia, sus miembros velludos se movían lentamente uno detrás del otro. Ella captó rápidamente una mirada humana, se detuvo, enfocó con intensidad la lumbre apasionada de sus ojos al intruso, al humano insolente que había osado observar sus movimientos. Tuve miedo. La imaginé saltando sobre mi rostro, plántandome sus horribles patas peludas y, en un arrebato de rabia, escariando mi piel, me inyectaba su baba venenosa. Toda la cara se me contrajo en una mueca de terror. En pocos segundos calculé la distancia que nos separaba: desde el balcón donde solía sentarme aquellos días cuando no iba al colegio hasta el balcón donde ella se movía con esa gracia desesperante. Según mis cálculos yo estaba muy lejos, fuera de su alcance y su salto no alcanzaría ni siquiera los cinco metros. Sin perderme de vista, eso creía yo, empezó a moverse otra vez, tratando de que cada paso durase una eternidad de segundos.
Mi semblante se convirtió en un reflejo cadavérico y las palmas de mis manos se ahogaron en un mar de sudor frío. El miedo estremeció mi cuerpo enclenque. Ella estaba lejos, lo sabía. Que no podía alcanzarme, también lo sabía, pero eso no era suficiente para tranquilizarme. No podía explicarme el miedo que me causaba esta sabandija. Me horrorizaba el solo hecho de pensar en ella. No era extraordinaria ni rara en estas regiones, pero su mirada me causaba escalofríos, terror.
-¡Aníbal! ¡Aníbal! -llamó mi madre.
Puesta la mirada en la tenebrosa araña, me levanté. Caminando de retroceso llegué hasta el lugar desde donde mi madre me había llamado. Se dio cuenta de mi azoramiento y, muy molesta, me regañó.
-¡Loco estarás pue seguro -me dijo- pastar en tremendo solazo allafuera!


II.

 Nadie conocía la procedencia de la señora Amanda. Una mañana apareció colgando las cortinas en las ventanas, los maceteros en el balcón y comprando el pan en la misma panadería donde yo también iba cada mañana. En la puerta colocó un letrerito de letras moldeadas a pulso con la siguiente leyenda: SRA. AMANDA DE LA SERNA Y FAMILIA. Pero ella habitaba sola el inmenso caserón. Nunca se pudo ver a un pariente o conocido atravesar la puerta principal. Tampoco tenía empleados domésticos, lo que hacía aún más extraña la reputación de la señora.
La casa tenía una historia plagada de maldiciones. Doña Emilia Barrantes, la última dueña de la casa que recuerdo, se mató cercenándose el cuello con uno de los cuchillos de su cocina y desde entonces cerraron sus puertas, las clausuraron. A los muchachos no nos prohibieron jugar por sus alrededores, pero nos advirtieron que el alma de doña Emilia, condenada a vagar eternamente sin descanso, rondaba la casa con un cuchillo en la mano buscando víctimas para que le acompañen en su vagabundeo por la otra vida.
Fue al mediodía cuando descubrieron el cadáver de doña Emilia. Yo, que en aquel entonces tenía diez años, ingresé a la casa confundido entre los curiosos. No pude llegar a conocer los interiores de la casona. Los recuerdos que conservaba de aquella parte que recorrí, eran difusos, muy vagos. Como una visión muy antigua, lejana, casi olvidada transcurrían por mi mente: la puerta abierta dando paso a un pasillo fresco y oscuro, el lozano jardín rodeado de frondosos arbustos y la pila monumental escupiendo agua a borbotones. Ahora suponía la casa limpia, ordenada al gusto de la señora Amanda; la sala y la cocina ostentando los muebles de antepasados desconocidos; el dormitorio, mullido y acogedor, con el mobiliario heredado seguramente de sus abuelos.
La señora Amanda, así la conocían en el pueblo, vestía siempre de negro. Falda amplia y larga que coquetamente ocultaba o de vez en cuando dejaba ver la redondez de sus hermosos tobillos. Una blusa también negra y ajustada en su firme talle mostrando apenas una línea tenue donde se emparejaban sus sensuales senos. No llevaba pendientes ni tampoco aros envolviendo sus antebrazos, salvo una pequeña sortija, simple, al parecer de oro, en el dedo cordial de la mano derecha. El cabello negro y largo, larguísimo, lo llevaba recogido en un moño, sujeto por una peineta de cuero repujado. Las muestras de cansancio de su palido rostro contrastaban con el vuelo de unos ojos negros y profundos. Acentuaban su belleza las líneas suaves de su pequeña naricita. Sus labios, de rosado natural, le otorgaban un rictus de soledad y tristeza. Su gracioso y femenino caminar, sin en el más mínimo intento de provocación, llamaba la atención de los caminantes, quienes la miraban pasar sin dejar de declamar frases encendidas de halago que, por supuesto, no la perturbaban.
El origen desconocido de la señora Amanda fue motivo también para que la gente ponga en marcha su fabulosa imaginación. Y como dicen: pueblo chico infierno grande, al poco tiempo, muchas historias corrían de boca en boca, en el mercado, en la chichería de doña Dominga, en la picantería de la mujer del shingo bravo, en el burdel, en la iglesia y en todos aquellos lugares públicos del pueblo. Todos juraban decir la verdad. Unos se aventuraban a decir que un pariente suyo fue vecino de la señora cuando ésta había sido una niña. Otros decían que uno de sus familiares había servido por muchos años en la casa de los Serna. No faltaron tampoco aquellos que con envidiable audacia afirmaban que la señora Amanda era una bruja, una mujer diabólica y que se comía a los hombres. Habían también aquellos que contaban que tuvo un marido muy rico, quien se ausentaba largas temporadas para atender a sus negocios, y que éste la abandonó cuando, en su propia cama, la encontró con otro. Lo cierto es que todo el mundo fabulaba tratando de explicar la procedencia de aquella bella y extraña mujer.


III.
 
Una de las abuelas del pueblo me contó otra de las historias. Ensayando un gesto serio, me dijo: es la puritita verdá. Por estas canas que peino no puedo mentir. Paque pues, quel santísimo me condene al fuego eterno por andar hablando mal del prójimo. La señora Amanda vivía dizquen un pueblo muy grande. Su tayta dizquera uno desos ricachones con más plata que muela de gallo y como diablo sin alma dizque abusaba de un canto con la gente pobre. Por quítamesta paja castigaba a sus peones, por puro gusto nomás los hacía llevar a la cárcel con los guardias queran pue sus amigazos. Mucho pues ay Amito, mucho dizque abusaba de la gente que trabajaba en su hacienda. Por eso será pues quel taytito cansao destos atropellos lo habrá castigao tan feyazo al darle una hija errante, andando sola como gallina machorra, sin hombre a su lao. Pero hay que ver también lo que hicieron con la señora cuando tuavía recién era una guagüita, eso no es tampoco de humano con pensamiento. La malora pues bra sío mijito. ¡Qué la virgen santa nos libre! Cómo salir al campo siendo tan tarde, de noche ya. Dizque la noche andaba fresca y ella siba pal bosque. La luna redondita redondita brillaba colgada en el cielo desnublao y sereno, sin ningunita mancha de nubes señalando el arribo de alguna tormenta cercana, y las estrellas, haciendo ojitos, chisporroteaban alegres. Las vacas en el valle por andar rumiando ni dormían. Los perros, envolvíos en sus rabos, cabeceaban confiaos. Los pájaros sin bulla, silenciosos, se abrigaban en sus nidos. El viento sin alborozo, quedao tantito, casi ni se movía. Nada estraño pasaba en la noche. ¿Malora bra sío pueso, no? De repente y en contra de la señora Amanda se aparecieron cuatro hombres montaos en sus briosas bestias. Los caballos dizquestaban bien aperaos. Los jinetes se fueron acercando riendo y comentando de la fiesta, donde habían comío, bebío y bailao con las chinas bailarinas de la estancia del otro lao del río. Estaban borrachos y no eran del lugar, por eso que nadie los conocía y quienes los habían visto, se habían olvidao ya de la pinta de sus caras y nadies daba razón de su paradero. Diciendo nomás ya hablan que después de lo que pasó, la señora Amanda se fue a buscarlos dizque con la intención de matarlos. Sabe Dios si los encontró o no, deso nadie habla una verdá, más bien muchas cosas andan diciendo. ¿Cómo será pues? Deso yo no sé tampoco. ¿Deónde pues loey de saber? Porque pues he de hablar algo que no sé y de ¿cómo llegó hastaquí?... tampoco lo sé pues papacito.
Bueno pues, cuando se dieron cuenta de Amanda, la señora, los cuatro hombres dizque se callaron, se miraron unos a otros, seguro que se ponían de acuerdo en algo sólo con los ojos, y uno de ellos que, mira como nos premia la luna con esta china buenamoza y el otro que se acercaba a la sorprendida Amanda y el otro que no, que no asusten a tan linda palomita, vámonos, mejor vámonos más rápido. El hombre que aparentaba más edá, detuvo su caballo frente a la muchacha, se apeó, se acomodó el sombrero de junco y se arremangó el poncho encima de sus hombros, mi chinita linda aquí su seguro y humilde servidor, dizque dijo haciendo burlón una venia, así, pabajo. Amanda no quiso entender la mala intención de los hombres y siguió su camino, pero no alcanzó a dar ni dos pasos cuando vio quel camino se iba cerrando con el pecho de los caballos. Entón dizque recién medio que se asustó y tiritando de miedo bajó los ojos como si en el suelo del camino iba encontrar amparo o fuerzas pa enfrentar a los cuatro desconocíos. Y uno de los hombres que trataba de agarrarla, venga mi palomita queste corazón se alborota con sólo verla y el otro que se reía y el otro que se burlaba, romántico había sido el cholo. Amanda buscó la forma de escaparse, pero ya el otro ni corto ni perezoso le cortaba el camino poniendo su caballo delante y el otro otra vez que palomita y el otro que con su risa rompía en pedazos el silencio de la noche. Y esa noche por desgracia a nadie más se le ocurrió pasar por ese sitio. Malagüero ya pue sería. ¡Ay, quel taytito no nos niegue su luz cuando quiera llevarnos el demonio! Ella sin defensa dizque no hablaba, nada decía, muda nomás, sólo quería escapar. El otro hombre bajó del caballo siempre riéndose, quizá si hubiese hablao y el otro que vamos, no perdamos más el tiempo, si hubiese dicho quera una guagua y el otro que ¿aónde te vas pues corazoncito?, quizás si hubiera dicho que su tayta era patrón todopoderoso y tenía mucha plata y el otro que ¿ónde vivía? y el otro que palomita salvaje ojitos de capulí y si hubiera dicho que su tayta los podía hacer llevar a la cárcel por sólo molestarla, quel juez y los guardias eran obedientes a la sola voz de su tayta. Mejor vayánse y no fastidien, pero ella dizque no dijo nada.
Amanda temblaba de susto y uno de los hombres ya la tenía en sus brazos, ella se sacudía de miedo y el otro que no sespante, quellos la querían y el otro que la cuidarían paque no le pase nada, si ella les hubiera dicho algo, les hubiera amenazao con su tayta quera un demonio desalmao, que los mataría si se aparece. Pero ella nada, en silencio soportaba todo, como si fuera muda. Y uno dellos que acercaba su cara a la cara della y ella sólo trataba descaparse y el otro ya más cerca puta ques bonita carajo y ella en silencio aguantando de miedo el resuello apestando a cañazo, y el otro que ya metía sus manos por su cintura y ella quejándose nomás despacio y el otro que venía con una botella de aguardiente en la mano y ella que no, no, y el otro que pruebe sólo un traguito amorcito y te pondrás alegre chinita linda. Amanda con miedo y el otro que paseaba sus manos andando de un seno pal otro seno y el otro que sólo un traguito y el otro que se reía y el otro que ya no sean jodíos, vámonos. Y las manos se metían más y más en el cuerpo inocente de Amanda, las caricias cada vez más atrevidas lacían estremecerse, sensaciones nuevas como latigazos recorrían su cuerpo y abriendo surcos profundos la hundían en el dolor y el abandono. Sentía que las fuerzas se le iban, trataba descapar, no decía nada, no gritaba, muda. De su ropa no quedaba casi nada, gironeao, fleco fleco senredaba en las piernas de los bandidazos. Amanda reaccionó y en un momento pareció escapar de su cautiverio, rodó por el suelo aplastando los bejucos del camino, sintió el frío de la noche, pero ya estaban otra vez los cuatro rodeándola por todos los laos. Uno la cogía de los brazos puta quembra compadre, el otro que toma un traguito mamacita, el otro que se reía jugueteando con su cabellos y el otro que no perdamos el tiempo muchachos, vámonos.
La luna dizque celosa de muchacha tan buenamoza se fue perdiendo en las alturas del cielo, se fueron apagando las estrellas y se volvió la noche oscura, negra. Así es papacito, no pues dicen los mayores que la luna es mañosa, muchas veces tiene celos, envidia del cristiano y entón pues malogra losembríos, cae la helada no pues diciendo dicen. Y esa noche la señora sólo lloraba, lloraba sin hablar. ¿El miedo bra sío pues? Sus fuerzas casi ya no tenía, qué pue mujer contra cuatro gentes hombres ¿no? y llora llora ya se dejaba tocar puacarriba, puacabajo, puacá y puaquí, sólo gemidos medio calladitos dejaba escapar de vez en cuando y ellos que se quitaban la muchacha como los galgos que se pelean por la presa, el deseo como un diablo ya les recorría por el cuerpo. Trataban de besarla, puacá y puaquí, uno se iba pa la boca y el otro buscaba los senos y el otro le metía sus manos puacá en el vientre, en la cintura y el otro dizque metió una mano, otra mano entre las piernas suavecitas de la pobre muchacha que ya ni fuerzas tenía pa defenderse. Se despaviló y ya no pudo resistir más, estando así dizque los bandidos la forzaron sin piedá. Los cuatro dizque pues la gozaron, cuatro veces dizque fueron. ¿Quién sabe pues papacito? Y ella ni una queja, nada, sólo lloraba y lloraba. Después hablando dizque los cuatro desalmaos montaron en sus caballos y desaparecieron y ella se quedó llorando sin consuelo en medio de aquel camino. Nadie más volvió a saber de Amanda desdesa noche, dizque se fue en busca de los cuatro bandidos pa matarlos y así vengarse deste abuso tan grande, sí los encontró o no, nadie más lo sabe, nadie habla deso. Un día llegó al pueblo, compró la casa esa que muchos años estuvo cerrada y desdese tiempo ella vive ahí.
Lo único verdadero y cierto es que muchos matrimonios empezaron a malograrse desde su llegada. No hay hombre, ningunito, que no pierda la cabeza por ella. Como locos la siguen por las calles, pero ella ni caso les hace, en la misma puerta de su casa dizque los manda a rodar. Hasta tu propio tayta anda emborrachándose de purito despecho nomás. ¡Cuánto sufrimiento tiene que aguantar tu pobre mamacita! Te acuerdas de don Alejandro Díaz o de don Absalón Guevara, cholos blancones y platudos, que como perritos andaban por su atrás hasta que un día, de lo sanito y bueno que se acostaron, amanecieron muertos. O de don Gerardo González y don Remigio Peralta que aparecieron locos finos, sin ningún remedio, andando por las calles. El pobre de don Gerardo poronde diablos andará con su locura, mientras don Remigio prendío de las paredes las descascara su embarrao y trozo-trozo las va comiendo. Buenmozo había sío y loquito pues de la noche a la mañana se apareció. Hablando dicen quella lo despreció como a perro, a saber cuánta desgracia hay que sufrir taytito questás en los cielos.


IV.

Muy curioso regresé al lugar desde donde podía observar a la araña negra y peluda. Sentía temor, pero me tranquilicé con la seguridad de que ella no podía saltar hasta donde me encontraba. En eso, a lo largo de la calle, hizo su aparición la señora Amanda, con su vestido negro y su cabello volando confundiéndose con el viento. Me extrañó verla sin su moño acostumbrado, ovillado sobre su nuca. Era todavía más bonita con sus cabellos como palomas salvajes describiendo elipses sobre la firmeza de sus hombros. Llegó a la casa, sacó las llaves de su bolso y abrió la puerta. Sin recelos admiré su belleza. Sus ojazos negros advirtieron que mis pupilas se desvestían de su inocencia para contemplarla en su inconquistable desnudez. En su mirada no había sorpresa, acostumbrada a que siempre la miraran, pero al cerrar la puerta me lanzó ofendida una mirada de odio y desprecio. Me estremecí avergonzado y confundí mis ojos en el balcón, en las flores. ¿Cómo mirarla al día siguiente a la hora de comprar el pan? Sin embargo un impulso interno se apoderó de mí, un fuerte deseo de ingresar en la casa, recorrerla por dentro, conocer sus interiores más íntimos que sólo habitaban en mi imaginación. Enterarme más de cerca de cómo vivía la señora Amanda y quizás, ¿por qué no? sorprenderla sin su vestido negro.
-¡Aníbal! ¡Aníbal... ¡Qué haces allafuera en semejante solazo! -gritó otra vez mi madre desde la cocina, interrumpiendo mis cavilaciones.
Bajé en silencio, miré a mi madre, tan joven pero ya marchita por el tiempo, por la vida misma. Bebí algunos tragos de chicha fresca que descansaba en un jarro sobre la mesa y salí a la calle resuelto a entrar en la misteriosa casa de doña Amanda de la Serna. Crucé la calle y trepé por una de las paredes laterales. Desde la cima me cercioré que nadie me estuviera observando. El interior de la casa estaba en silencio y con el mayor sigilo salté al pasillo de unos seis metros de longitud que estaba vacío, salvo por un cajón de regulares dimensiones cubierto de una alfombra con motivos orientales. Al final me encontré con el jardín y su pila al centro, pero sin agua. A mi memoria volvieron los recuerdos. Casi nada había cambiado en esa parte del enorme caserón. Llegué hasta el fondo donde encontré dos escaleras de madera, amplias y limpias. Una, a la derecha, junto a un senil aliso, cuyas ramas seguramente habían albergado infinidad de nidos y amores; y la otra, directamente frente a mis pies, tapizada con una franja de alfombra concha de vino. Dudé un instante, no me decidía por donde subir y un extraño sentimiento de culpa hizo hervir la sangre en mis mejillas. Finalmente decidí subir por la escalera alfombrada y situada más cerca de mí.
Subía tratando de hacer el menor ruido posible y con sumo cuidado. ¿Y si me sorprende? ¿Y qué le digo? Que quería avisarle de la araña en el balcón. Y qué ¿si no me cree?, pero la araña estaba ahí, cuando entré a la casa estaba ahí, le diría. Que la puerta estaba abierta y por eso entré sin tocar, sin anunciarme, esperando encontrarla pronto. Ya en el segundo piso, caminé hacia la puerta que estaba entreabierta y que calculaba daría hacia el balcón. Ingresé en una habitación que tenía los muebles muy antiguos pero bien conservados. Todo estaba en perfecto orden, limpio, bien cuidado. En las paredes colgaban cuadros con retratos como en los libros de la escuela. ¿Parientes de la señora Amanda? Había otros cuadros con dibujos y símbolos muy originales, desconocidos para mí. En mi casa no existían todas estas cosas. Pasé admirando todo aquéllo que era nuevo, deslumbrado por estos nuevos descubrimientos. Ahora crecía aceleradamente el deseo de encontrar a la señora Amanda, de hablarle, de escuchar su voz dirigiéndose a mi persona.
La sala contigua era un poco oscura. Una cortina desde una pared hasta la otra no permitía el acceso de toda la luz que penetraba por las ventanas. Ahí estaba ella, la señora Amanda, de espaldas hacia mí. Tuve miedo de que me descubriera. No sé por qué tenía miedo de estar frente a ella. Comenzaba a desvestirse despacio, con calma, se daba tiempo para observar en la ropa y en su piel detalles que no puedo precisar. La emoción en mí se acrecentaba y ahora me encomendaba a todos los santos para no ser descubierto. El vestido negro cayó a sus pies, las enaguas blanquísimas acariciaban las delicadas líneas de su cuerpo. Tomó asiento en la cama y prosiguió con el propósito de desnudarse; las medias de nylon negro comenzaron a arremangarse hasta dejar libre sus hermosos muslos, y segundos más tarde la preciosura de sus moldeados pies. Se levantó para dejar caer unas bragas negras, bombachas y ribeteadas de blondas delgadas, sólo con el movimiento de su cuerpo y de sus piernas. Al mismo tiempo se contemplaba en un espejo que cubría casi toda la pared, colgado frente a ella y a un costado de la cama. Parecía sonreir orgullosa de su belleza, y con justa razón, diría yo, pues la naturaleza había sido pródiga con la señora Amanda. Su cabello negrísimo, anochecidos rayos ondeando con misteriosa sensualidad. Giró, dio una media vuelta y una corriente de deseo se trepó desde mis pies hasta la punta de mis cabellos. Sus senos brillando como lenguas de fuego incendiando sus pezones eran dos flores de cantuta abiertas al cielo. ¡Ay, Jesús bendito... la señora Amanda de la Serna desnuda! ¡Carne viva quemando mis ojos... estremeciendo mis esferos!
De uno de los cajones de un armario blanco sacó una caja pequeña y dejó su contenido sobre el piso. Con sorpresa vi a una enorme araña negra y peluda que desperezaba sus patas tratando de caminar por la suavidad de la alfombra... y pensar que yo venía a prevenirle de ese peligro. Otra vez el terror se apoderaba de mí, ya no tenía miedo de ser descubierto, otro era el miedo ahora. Se dirigió al balcón y regresó trayendo la otra araña que había estado atada mediante un cordel que le rodeaba entre la cabeza y el abdomen. Las dejó casi juntas, una cerca de la otra. La araña de la caja, la araña macho, empezó a girar en torno a la otra que mantenía aún el cordel. La danza del amor había empezado, la danza de la viuda negra se había iniciado. Se detenía por segundos, empezaba otra vez a moverse en círculos, aumentaban y disminuían la velocidad de sus movimientos, a veces más lentos, a veces más rápidos; la hembra apenas si se movía. La bella desnuda observaba la acción de las arañas con esmerada atención, se acariciaba los senos, movía las piernas frotándolas entre sí, su larga cabellera se meneaba al compás de la cabeza, su rostro lo tenía encendido.
Las arañas estaban cada vez más cerca. En un instante parecían repelerse para luego, casi sin reparos, atraerse, acercarse. La señora Amanda desnuda parecía hechizada por los movimientos de las arañas, ella también se convulsionaba, sus manos subían y bajaban por su tersa piel, largo rato se quedaba una de las manos aprisionada entre las piernas, mientras con la otra cogía desesperada sus senos erectos de pasión. Su cuerpo temblando se retorcía electrizado por el placer. La araña hembra sintió que el macho estaba sobre ella y que su mundo se desbocaba incontrolable hasta detenerse bruscamente en el fugaz momento que el macho saltó para salvarse de la furia femenina que lo buscaba para darle muerte. En su salto desesperado no se fijó que caía sobre el cuerpo de la mujer y ésta, asumiendo el papel de la araña hembra en el último éxtasis de supremo gozo, de un manotazo la aplastó sobre su pecho. Luego las dos hembras satisfechas se quedaron tendidas largo tiempo sobre la alfombra.
Sin hacer ruido bajé las escaleras y salí a la calle, ahora, por la puerta.
-¡Aníbal! ¡Aníbal! ¿Dondestará metío ese muchacho del diablo? -llamaba desesperada mi madre.


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