Freitag, 5. August 2011

Algún día los ratones morderán mi sombra


Un día oscuro. Todo el santo día inmensamente solo. Nadie se asomó a mi puerta, a mi ventana. Las horas apagadas y la locura desvelándose en la oscuridad.
Casi toda la noche pensé en la muerte. Súbitamente, en la madrugada, un extraño impulso me arrastró hacia la ventana y me empujó al vacío. Desde la altura vi a mi cuerpo cayendo, volando en cámara lenta, luego mi cadáver tirado sobre la cinta negra de la calle. Me sorprendió su rostro intacto, pálido, ojeroso, agobiado por las penas, por los olvidos indecibles.
Una mujer vestida de negro fue la primera en abrir su puerta. Alzó la vista hacia mí y empezó a reír. Una risa estridente, mostrando una O casi desdentada. Con un fuerte ánimo a desdén. Al ver mi cadáver, con voz pesarosa, cargada de luto, inició una letanía que alguna vez escuché en mi niñez. Una canción que casi había olvidado. Yo quiero que a mí me entierren / Como a mis antepasados / En el fondo oscuro y fresco / De una vasija de barro…
Ahora estoy convencido que nadie vendrá a mi entierro. No habrá velorio, ni rezos, ni reparto de café y menos aún se reunirán frente a mi cadáver para contar chistes obscenos. Quemarán mi cuerpo obtuso, desquiciado y arrojarán las cenizas a la corriente de un río, al Rin en el mejor de los casos.
La mujer imperturbable seguía con su lánguida tonadita: Yo quiero que a mí me entierren / Como a mis antepasados / En el fondo oscuro y fresco / De una vasija de barro… Mi cadáver cada vez más triste, pesaroso, compungido y mustio, tuvo deseos de llorar su noche pero un nudo de luz se ahogó en su sombrío occidente dividido.
Desde mi ventana percibo ya el mal olor de mi carne putrefacta.

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