Samstag, 12. Februar 2011

Los ojos de la luna / Walter Lingán


Wie im Kino.
Den Rest der Woche zerbrachen wir uns den Kopf, wo wir miteinander schlafen könnten1.

Alice Walker.

Como todos los sábados, estábamos en Lahnstein visitando a Theresa König, abuela de Gabriela. En la chimenea el fuego se erizaba crepitando bullicioso y juguetón. El perfume de Gabriela, desparramando sus embriagadores besos invisibles por los contornos de la sala, penetró en los aleros de mi nariz. Cariñoso coloqué mi mano sobre su cuello. Jugué un instante con sus largos cabellos que se escurrían entre mis dedos como esquivas serpientes. Gabriela descansó su rostro sobre el dorso de mi mano y tímidamente me fui pegando a las redondas formas de sus nalgas seductoras. Una atrevida erección la estremeció.
¡Oh, Eristof...! dijo ruborizada.
Mis dedos hincaron suavemente el temblor de sus labios y, casi como un ruego, volvió a repetir:
¡Oh, Eristof...! ¡Eristof...!
Alentado deslicé los potros sedientos de mis manos sobre sus senos, entre el húmedo delirio de sus muslos. Mis dedos, cabalgando briosos por el monte de venus, pajarearon ante el abismo oscuro que se aproximaba.
¿Qué diría tu abuela si nos viera?... Si te viera conmigo, con Eristof... le dije al oído.
Gabriela cerrando los ojos, casi moribunda, dejando caer la última prenda de sus vestidos, sólo atinó a decir:
Die Oma schläft2

Theresa König ya no salía de su casa. Los achaques de la vejez y la agresividad de un cáncer que iba conquistando espacio en los órganos más sensibles, habían disminuido sensiblemente su vitalidad. Ula, hermana menor de Gabriela, y Jacki la acompañaban.
La abuela nunca sintió por mí el menor afecto. No faltaron ocasiones para manifestarme su rencor sin la más mínima pizca de consideración.
Gaby, muchachita mía, tienes que pensar en tu futuro... busca alguien que te dé seguridad...
Miraba mis manos y tragaba con saliba amarga todo el odio que no era capaz de lanzarle a la cara. Gabriela, enlazando mi cintura con cariñoso abrazo, intentaba calmar o no dar importancia a los comentarios de la anciana.
¡Ay, Oma... Oma...!
Liebes Kind3... me gustaría verte bien casada hijita, en buenas manos...
Entonces yo le deseaba la muerte.
El día que me casé con Gabriela, quien mostraba un embarazo bastante avanzado, la abuela ordenó cerrar su habitación y se negó a recibir visitas. Sólo Jacki dormitaba impasible a su lado. «¡Maldito seas...!» le increpaba al Cristo de madera africana que colgaba sobre su cama. «¿Por qué me quitas la vida a cuentagotas? ¿Por qué no me matas de una vez? ¿Cuántas cosas veré todavía? En fin Señor tú sabrás por qué...» Jacki levantaba la mirada y luego volvía a sumergirse entre los pliegues de la mullida cama. «Señor que estás en los cielos, hágase tu voluntad y perdónanos nuestras deudas Eristof Eristof hasta su nombre es extranjero así como nosotros perdonamos a nuestros deudores y de dónde diablos vendrá y no nos dejes caer en la tentación de alguna familia muertadehambre de unos de esos países pobres más líbranos de todo mal...» Jacki abandonó la cama y se acomodó en el sofá.
Algunos semanas después, percatándome del rápido deterioro de la abuela, pensé: «Ojalá que cuando esta vieja se muera, no la reciban ni en el infierno. Que el Diablo la espere en la puerta y entregándole su cuota de leña, la mande a quemarse a otra parte.»

Fue en Setiembre, un lunes después del mediodía. El cielo estaba despejado y el sol calentaba un poco. Regresaba del trabajo a una hora desacostumbrada abrumado por la aparición repentina de fuertes dolores en el estómago. Al abrir la puerta me sorprendió ver a Gabriela, frente al espejo, y vestida de negro...
¡La abuela! ¡La abuela! me dijo sollozando.
Casi canto una canción...
De pronto, por una de las ventanas, una pequeña pelota negra rodó disparada como una bala y desapareció velozmente en una esquina de la sala. Busqué con discreción, cuidadosamente, pero no pude hallar nada. Gabriela dio la primera voz de alarma. «No, no puede ser», le contesté y no hablamos más del asunto.
En pocos minutos, y olvidando mis dolencias, estaba listo para partir hacia la casa de la difunta. Durante todo el camino Gabriela sollozaba en silencio. De vez en cuando le dirigía algunas frases tranquilizadoras. Sin embargo en mi pensamiento se confundían dos sentimientos: alegría y tristeza. Alegría, porque no iba a ver más a la Oma Theresa, y tristeza, porque me hubiera gustado verla renegar y sufrir sin contemplaciones.
Cuando llegamos al velatorio el día casi había desaparecido. Todos los hijos y los nietos, vestidos de negro impecable, paseaban sus semblantes serios: cuervos blancos fingiendo una pena que no sentían. Nadie lloraba. Los funerales habían sido pagados por la propia abuela, con lo cual ahorró a sus hijos: tiempo, dinero y preocupaciones. Y a ellos, en estos momentos de dolor, lo que más les interesaba, era el reparto de los bienes que dejaba la anciana. Esto se resolvió, según el testamento de la abuela, sin mayores incidentes. En cambio, la custodia de Jacki, la engreída de la vieja Theresa, fue el asunto más discutido. Después de muchas deliberaciones, propuestas y contrapropuestas, entre las cuales también estaba la posibilidad de ingresar a Jacki en un asilo, mi mujer aceptó traérsela a vivir con nosotros. Marion y César, nuestros hijos, fascinados con la idea, hicieron planes para convivir con la nueva inquilina. Yo era el único que había aceptado la medida a regañadientes.

Los días fueron pasando sin mayores novedades.
En nuestra memoria se había borrado esa pequeña bola negra que, rodando desde la ventana, se perdió en una esquina de la sala. Una de esas tardes, Marion y César preguntaban impacientes: «Cuándo vamos a por Jacki.» Iba a responder, pero el grito lanzado por Gabriela desde el cuarto de baño nos sorprendió. Con el rostro desencajado y parada sobre una silla, señalaba una esquina: «¡Un ratón...! ¡Un ratón...!» La tranquilicé como pude y juntos buscamos al pequeño intruso, pero sin resultados. Marion y César, más tarde que otras noches, se fueron a dormir. Gabriela, sin dar el brazo a torcer, siguió buscando el posible escondrijo del roedor. Abrió y cerró cajones, revolvió andamios y roperos, ordenó y desordenó la casa, prácticamente la puso de cabeza. Finalmente, después de algunas horas, en la cocina, en unos cajones vacíos encontró las huellas inconfundibles de estos animales: excremento seco y negro, como granos de arroz quemado.
A los pocos días pudimos comprobar que los pequeños roedores habían invadido toda la casa. Aparecían en la cocina, en la sala, en el comedor, en los dormitorios. Subían y bajaban por los muebles, por los estantes, por las ventanas. En las noches creció el rumor de sus andanzas y chillidos. César y Marion empezaron a pronunciar la palabra miedo y se negaban sentarse al WC. Gabriela casi no dormía; cuando lo hacía, la asaltaban horrendas pesadillas. En una oportunidad soñó que éramos atacados y devorados por gigantescas ratas. Otra vez soñó que viajando en un ómnibus destartalado y raro, un grupo de roedores nos asaltaba y arrebatándole de los brazos a César, lo despedazaban. En otro sueñó vio a Marion caminando entre feroces bandas de ratas y sin que estos intentaran hacerle daño. Gabriela se despertaba sobresaltada y, sollozando, encendía la luz. ¿Será quizás esto la venganza de la abuela Theresa?, me preguntaba casi al borde de la paciencia.
Frente a esta situación Gabriela adquirió una serie de trampas que distribuyó por toda la casa. Desde ese momento tuvimos que andar con mucho cuidado para no meter las manos ni los pies en las benditas trampas de la muerte. Pero en los días siguientes, cuando Gabriela revisó cada una de las trampas, las encontró vacías, intactas...

Mientras tanto, la fecha para recoger a Jacki había llegado.
Después de tomar un breve desayuno, marcado por el creciente nerviosismo, emprendimos el viaje. Detestaba a Jacki con la misma fuerza que a la abuela Theresa. La idea de compartir mi hogar con ella me martirizó todo el tiempo que estuvimos en la autopista en dirección a Lahnstein. Gabriela leía el Diario de Zenobia Camprubí, mujer de Juan Ramón Jiménez. Le molestaba que mujeres tan inteligentes y decididas hubieran opacado sus vidas a la sombra de hombres, cuyo éxito se lo debían a ellas. La miré en silencio recordando el sometimiento de mi madre a los deseos y caprichos de mi padre.
Hay que comprender el contexto histórico y social en que han vivido me atreví a decir, sabiendo que la réplica iba a ser contundente.
Es una forma muy científica de justificar el machismo, ¿pero qué hacen en el contexto histórico actual para cambiar?
¿Qué hacemos? Yo trato de entenderte, desnudarme de mis egoísmos, enterrar mis caprichos y quererte como a mí mismo le contesté.
Huachafo. Es la retórica de esos pobrecitos y mediocres intelectualillos... ¿Sabes? Las palabras no bastan me reprochó.
Se despojó de su abrigo azul marino de cuello ancho y volvió sus grandes ojos a meterlos en el libro. Su blusa blanca con lunares azules se ajustaba a la medida de su cuerpo. La falda, también azul, mostraba la redondez de sus muslos ceñidos con oscuras medias de nailon. El deseo reventó sus truenos y, por unos instantes, casi pierdo el control del auto dejándolo correr por cada puerta que se abría en medio de la autopista... Pasada la tempestad y vuelta la calma, y mientras fumaba cigarrillo tras cigarrillo, fui divisando infinidad de pueblos pequeños y silenciosos. El sol, colgado entre nubes blancas, semejaba una balón rodando lentamente sobre un amplio campo azul celeste. César y Marion jugaban «Uno» en el asiento posterior. Al fin, a lo lejos apareció el letrero que indicaba el desvío hacia Niederwerth. En pocos minutos estaríamos divisando las primeras casas del pequeño poblado de Lahnstein...

El sol brillaba débilmente cuando llegamos a la casa de la difunta Theresa König. Ula nos recibió y nos condujo hasta la sala. Jacki, dormitaba sobre uno de los sofás. Nuestras voces la despertaron. Levantó la cabeza y miró curiosa el tropel de movimientos que ingresaba al recinto. Ula nos fue explicando detalladamente las costumbres de Jacki. Marion se acercó a Jacki con la intención de acariciarla, pero ésta se levantó y abandonó la habitación. Por primera vez me fijé en el esbelto cuerpo de Jacki y olvidé, por un instante, mi odio hacia la abuela. Me deslumbró su caminar mesurado y abúlico ritmo. No podía entender como mis ojos no habían descubierto antes tanta belleza. «El odio nos hace ciegos», pensé recordando el rencor que aún palpitaba por la difunta. Imaginé a Jacki durmiendo en los brazos de la abuela y relampagueó el asco en mi boca. Volví de mi ensueño cuando Ula dijo que las cosas de Jacki ya estaban empacadas y sólo teníamos que llevarlas al auto. Pocos minutos después viajábamos de regreso a Colonia. Jacki, saboreando caricias y arrumacos propiciados por César y Marion, observaba el paisaje sin interés; a ratos bostezaba mostrando una lengua roja y delgada y a ratos parecía dormir. Ya en la casa le indicaron donde dormiría y la guiaron por cada una de las habitaciones. Jacki caminaba con desenvoltura, no mostraba timidez ante el nuevo ambiente, aunque de vez en cuando prestaba atención a los chillidos de los roedores.
Al cabo de unos meses la banda ratonil, que durante un tiempo nos tuvo en vilo, había desaparecido. Indudablemente la solemne presencia de Jacki propició su extinción.

Casi todas las noches Jacki y yo nos amábamos en secreto. Abrazados observábamos la luna desde el tejado de la casa y bromeando le decía: «De noche todos los gatos son grises.» Ronroneando pegaba su cuerpo al mío. Maullando, mostrándome sus colmillos, se prendía de mi cuello con ternura. Sentía sus redondos y fascinantes muslos y el cosquilleo de su alborotado pelaje. Saboreaba las delicadas frutas que colgaban en sus pezones y luego, mientras ella lamía los dedos de mis pies, yo la penetraba sin tregua hasta terminar extenuado tendido largo a largo junto a ella. Me despertaba con los pantalones del pijama mojados por una abundante y cristalina eyaculación. Jacki, desde la ventana del dormitorio, observaba los primeros autos que pasaban raudos frente a la casa.
Una mañana Gabriela observó a Jacki detenidamente y luego me comentó: «Creo que está preñada». No pude disimular un leve estremecimiento. Gabriela al darse cuenta de mi extravío preguntó que qué me pasaba. Luego de unos segundos me sobrepuse y le dije que no era nada, «es sólo este dolor de estómago que no me deja tranquilo.»
Algunas semanas después el vientre de Jacki casi se arrastraba por el suelo y ella, como toda madre orgullosa, se sentaba a la ventana para mostrarse y recibir los últimos rayos de sol de un verano cada vez más débil. Finalmente llegó la hora de la verdad, como sentenciaba mi padre. Jacki parió una sola cría inerte con el rostro inconfundible de un ser humano. Sus ojos eran inmensos y redondos como dos platos de luz. «Esos son los ojos de la luna pensé, son los ojos relumbrantes de la luna despidiéndose de la vida.» Jacki me fulminó con los afilados cuchillos de su mirada.


1 Como en el cine. El resto de la semana nos rompimos la cabeza pensando donde podríamos pasar la noche juntos. (Alice Walker)
2 La abuela duerme.
3 Mi niña.

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