Sonntag, 20. Februar 2011

La historia desconocida de José Manuel, el sastre cuentista / Walter Lingán


En una calle cercana a la Plaza de Armas de San Miguel tenía su taller de sastrería don José Manuel. Era un hombre de semblante afable y siempre con la sonrisa bajo su bigote frondoso. Vestía a la gente del pueblo sin ninguna distinción. Gente de todo rango visitaba su taller: campesinos de los aledaños para hacer remendar sus trapitos viejos hasta las engreídas autoridades y notables del pueblo con sus caprichosos gustos. Para la fiesta del Patrón San Miguel Arcángel todos intentaban engalanarse lo mejor posible y el taller estaba repleto de trabajo. Aunque no todos le podían pagar sus servicios, entonces algunos deudores venían con una gallinita, otros con una canasta de huevos o con una alforja de papas o una carga de leña o también con un costal de carbón para calentar la plancha. El cura del pueblo traía los mejores casimires para mandarse hacer un terno y por su trabajo le pagaba con una talega llena de dinero. “Con la limosna de la gente piadosa paga este cura sinvergüenza”, decía don José Manuel.
Don José Manuel provenía de Sayamud. Sus padres fueron humildes campesinos, sin embargo, arañando los centavos lo mandaron a la escuela. Su padre solía decirle a sus hijos: “la mejor herencia que puedo dejarles es su educación”. Pero don José Manuel, dejando de lado los cuadernos y las tareas, prefería coger la mandolina y rasgar su cuerdas horas de horas. Con mucho esfuerzo terminó la primaria y se fue a la costa. Mandolina al hombro llegó a la hacienda Talambo, en Chepén. Aquí conoció los abusos que los hacendados cometían con los peones. Como sabía leer y escribir al poco tiempo lo nombraron capatáz. A los peones no les pagaban con dinero sino con una boleta con la cual deberían ir “a comprar” víveres y otros artículos necesarios para sobrevivir en los bazares que el hacendado había instalado dentro de la hacienda. La mayoría salía debiendo, por lo que la deuda aumentaba hasta convertirse en impagable. En estas circunstancias se hizo amigo con algunos trabajadores que empezaron a difundir las ideas de justicia y dignidad. La idea se fue difundiendo como regero de pólvora y se organizaron los primeros piquetes de defensa campesina. Los hacendados enterados de tales actividades cortaron cabezas sin piedad. Sembraron el terror. Como a perros sin dueño fusilaron a unos rebeldes, a otros los metieron en las cárceles existentes en las haciendas.
José Manuel logró escapar y en Chepén, junto a un grupo de bohemios, fundó un grupo de música. Pero la persecución continúaba, entonces volvió a desaparecer de la zona y en Chiclayo, sin ninguna otra alternativa aprendió el arte de vestir. Ducho en los asuntos de la aguja y la costura decidió volver a su terruño. La magia de su arte encandiló a los más exigentes gustos de la clientela sanmiguelina. Don José Manuel era amable con todos. A los muchachos los reunía en su taller, mientras cortaba y cosía, les contaba historias que les hacía reír y otras veces estremecer de miedo. En su taller siempre habían dos y hasta tres nuevos jóvenes aprendiendo el arte de la sastrería. Una vez uno de estos muchachos que recién ensartaba la aguja por primera vez, al escuchar las historias y los chistes que el sastre contaba, dijo: “oiga, maestro, ¿nosotros los sastres dizque somos bien chistosos, no?” A todos les causó risa la chanza del operario.
Sabía trasmitir con sus palabras las emociones y los ambientes donde se desarrollaban las historias que contaba. En las jalcas de la comunidad de Suytu Orco, empezó una vez a contar don José Manuel, sus padres tenían unas cuantas reses de ganado a las cuales iban cada mes a darles sal. En las alturas el frío era terrible, las heladas temibles en épocas de invierno. Cuando llegaban a la chocita, las reses, puntuales, ya les estaban esperando. En toscas artesas depositaban la sal y los dos viejitos observaban orgullosos a sus animales. Llegada la noche ambos se disponían a dormir al costado del fogón que ardía crepitando. Mamá vieja aún desvelada se puso a hilar. En eso escuchó un ruido extraño, como un fuerte ronquido, estremecedor. Ella empujó suavemente a su marido reprochándole sus atronadores ruidos. Al poco rato los estertores volvieron con la misma intensidad. Molesta la viejita levantó un tizón llameante y lo dirigió a la altura del rostro del anciano. Vaya sorpresa que se llevó. El viejo yacía en la cama sin cabeza, sólo el cuello respiraba desaforado. Su cabeza sedienta se había apartado de su cuerpo para irse al pozo a tomar agua. La anciana asustada perdió el conocimiento y despertó tarde, acostada al lado de su marido. A penas pudo se levantó en silencio e instó a mi viejito retornar a Sayamud lo más pronto. Una vez en casa informó a los hijos lo acontecido en las alturas de la comunidad de Suytu Orco. Anoche he visto al ayauma, les dijo.


Pero la cabeza arrancada de su padre, contaba don José Manuel, seguía deambulando. Apenas escuchaban los ronquidos del viejo, corrían a ver el cuello húmedo, el cuerpo sacudiéndose y la cabeza escapando a toda velocidad por la ventana para ir en busca de un pozo, un manantial o el río y saciar su sed mortal. Entonces se le veía saltando por los caminos, trepándose en las ramas de los árboles, enredada entre las zarzas y siempre dando ronquidos como si salieran desde el fondo de un sepulcro: ¡Chuseq! ¡Mokmo pum! ¡Chuseq! ¡Shak pum! ¡Chuseq! Hasta llegado el año en que por fin el anciano se fue a descansar en paz.
En el pueblo habían también dos muchachos muy inquietos, contó otra vez don José Manuel. Su madre ya no sabía como retenerlos en casa. Hacían sus tareas a la carrera y esperaban el menor descuido de sus padres o sus abuelas para salir y desaparecer horas de horas por el pueblo. Iban a jugar fútbol por el barrio de Saña o en la cancha polvorienta frente al cementerio. Los sábados se encaminaban a nadar en el pozo del molino viejo. Otros días subían las escaleras de la iglesia para llegar al campanario y fumar, en plena libertad, cigarrillos Inca. Los castigos eran severos cuando regresaban a casa, pero esto no era escollo para volver a desobedecer o incumplir promesas. Entonces su madre recurrió a quitarles la ropa y dejarlos desnudos. Salían al balcón desnudos y avisaban a sus compinches que no podían salir. Uno de los amigazos fue a su casa y regresó con dos pantalones. Cuando los dos hermanos vestían orondos las prendas prestadas, apareció la madre y se adueñó de los pantalones, claro, a continuación les cayó una cueriza de padre y señor mío. Pero esto tampoco amilanó el carácter travieso de estos muchachos, ni cortos ni perezosos, sacaron del baúl de la abuela dos fondos de bayeta y a manera de ponchos se los pusieron y lograron burlar la vigilancia. Ese día se jugaba un partido de vida y muerte entre los barrios de Saña y el Panteón detrás del Mercado Nuevo y ellos no podían estar ausentes.
Semanas antes de la festividad de San Miguel Arcángel en el taller de don José Manuel eran tiempos de afiebrado trabajo. Alumbrado por una lámpara Petromax laboraban hasta muy tarde. En una oportunidad, aprovechando el silencio de la noche, el sastre juguetón imitó con los tacones de sus zapatos el traqueteo de un caballo. Es la Nina Mula, les dijo a sus ayudantes. ¡Escuchen! ¿Oyen el relincho de la mula? Seguro que está a la altura de la comisaría. El silencio se hizo tumba. Las manos abandonaron el dedal y la aguja. Los oídos alertaron todas sus antenas. La máquina Singer se detuvo en seco. En eso el tropel se alocó, iba y venía con golpes frenéticos y agudos relinchos que rasgaron el sosiego de la noche. Era la Nina Mula que se encabritaba, relinchaba frente al taller de don José Manuel. Luego escucharon como la bestia se alejaba a todo galope hacia la Plaza de Armas. La Nina Mula, les dijo don José Manuel, es la cocinera del cura, quien, por ser la amante del religioso libidinoso, el diablo la ha convertido en una mula infernal. En eso volvieron a escuchar el traqueteo de la bestia y sintieron como las fauces del demonio golpeaban la puerta del taller. En silencio, y casi muertos de miedo, esperaron con ansias que amanezca. Al despuntar el día, abrieron las puertas del taller y encontraron a don Santos Malca, El Chimbalcao, durmiendo la mona abrazado al cuello de un caballo sin silla y ataviado tan solo con un freno de plata.
A don José Manuel no le gustaba que los ricos y poderosos abusaran de los pobres, de los humildes. Su amistad con las autoridades la supo usar para liberar a campesinos injustamente detenidos. La tierra debe ser para quien la trabaja, solía decir, y que las comunidades campesinas eran las mejores formas de trabajo colectivo y solidario. Propagaba que a los policías y a las autoridades no se les debe temer. “Respeto, sí, pero miedo, no”. Así fue como primero, gente del pueblo, luego campesinos de diversas comunidades venían a su taller en busca de consejo o apoyo ante las autoridades. Con paciencia escuchaba las quejas de los demandantes y luego, encabezando el tropel de gente, se dirigía al juzgado o a la comisaría. Un viejo hacendado de apellido Canelo, amparado en tintirilladas y coludido con jueces y policías, se empeñó en adueñarse de las mejores tierras de la comunidad de Suytu Orco. El conflicto creció y acusaron a los comuneros de subversivos.
No hubo razón que valga y una tarde se llevaron preso a don José Manuel. Con las manos amarradas a la espalda, los pies descalzos, el rostro desfigurado lo pasearon por el pueblo antes de conducirlo a la cárcel de Bambamarca. Todo el pueblo miró el grotesco desfile en silencio. La esposa de don José Manuel y sus hijos pedían a gritos: ¡Justicia! Las armas de la gendarmería se movían amenazantes. Nadie dijo nada. El cura preocupado en el conteo de sus limosnas no dio la cara. Unas semanas más tarde se contaba que en plena jalca un grupo de campesinos lograron liberarlo. El preso y sus verdugos, decían, entraron a descansar a la choza de unos ancianos que los recibieron con toda clase de reverencias y a punto de aguardiente emborracharon a los policías. Una vez libre, don José Manuel montó en una de las mulas y desapareció en los Andes. Desde esa madrugada nunca más se supo del sastre que encantó a la gente con su arte de vestirlos con sus mejores galas para la fiesta del patrón San Miguel Arcángel y hacía soñar de miedo a los muchachos con sus historias de vida y muerte. El taller de sastrería quedó abandonado.

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