Montag, 21. März 2011

Acaba de ponerme su tercer sudor en plena lágrima


Liebe im Kopf ist leichter als Liebe im Leben.
Birgit Vanderbeke.

Para Rosario Mendívil.

La mañana era fría, oscura.
Matías me dijo, con toda la tranquilidad del mundo, mientras frotaba la mantequilla en el pan a la hora del desayuno, que ya no me quería, que se había equivocado, que yo no era la mujer que había soñado... ¿Aaah?... Era feliz como cualquier marido / junto a su mujer / pero su vida no era tan intensa / como en Falcon Crest / y aunque seguro de ser amado / como la amaba él / aquella tarde se fue de casa / para no volver... ¿Y las noches de amor que habíamos dejado grabadas en la cama? ¿Y esos minutos de felicidad, de gozo hasta la muerte, de hacía apenas una media hora atrás? Todo, todo eso, ¿no era nada? ¿No fue amor? Creí que había escuchado mal. Pensé que era una broma, aunque una broma de mal gusto. Dime, Matías, dime que es una broma. No sabes distinguir lo que es amor / pues nunca te han amado de verdad. / Descubro que no tienes corazón / por eso lo que te di lo despreciaste... No, pero quisiera que me dés un tiempo para pensar, para reflexionar sobre nuestra relación. Entonces, ¿todo lo que hemos vivido, todo, todo ha sido mentira, falsedad? Matías no contestó, tomó un sorbo de café. Algo me decía que tú / no me querías / que tu amor no era real / que me fingías / pero me negaba a creer. / Yo no quería / aceptar la realidad / pues me dolía... ¿Y el viaje de navidad a casa de tu hermana? Matías, en silencio, jugaba con las migas del pan sobre el plato. La cucharilla hundida en el pocillo de azúcar, como un avestruz, sólo mostraba su cola. El azúcar blanqueaba una esquina de la mesa y los motivos azulados del mantel. El queso Gouda y el queso turco, separados por oscuras aceitunas, se miraban con recelo. ¿Y el vídeo que grabamos y mandamos a mi madre, a mi familia? Cómo imaginar / que era en tu vida / sólo fantasía. / Cómo me pudiste engañar / si en mí nunca hubo una mentira. / Dime que buscabas en mí / si no me amabas. / Cómo tanto tiempo pudiste / jugar con mis sentimientos. / Qué difícil es saber / que tú mentías... Matías se puso de pie, quiso abrazarme, pero le rechacé, sus manos fueron dos fierros candentes quemando mi blusa y mi piel. Adolorida, llorando, le dije que me dejara sola. ¡Véte, quiero estar sola! Sin decir una palabra, Matías se puso el abrigo, abrió la puerta y salió de la casa... En mi memoria aún resuenan sus pasos golpeando sobre la madera de las escaleras y yo lloro, sigo llorando... La música de salsa lo envolvió / la noche se hizo joven para él / la rubia de su sueño apareció / moviendo sus caderas frente a él / y entre sabor a fresa y pippermint / la rubia de su sueño lo besó / y a ritmo de Caribe sin pensar / el cielo de Madrid amaneció...

La tarde era fría, oscura.
Y sola, como en los últimos días, seguía escuchando música que acentuaba mi tristeza. Mi soledad continuaba siendo ese terco dolor en el pecho, en el estómago, en ambos a la vez. Era un dolor que subía y bajaba y me sometía a oscuras depresiones. Me dolía, pero no dejaba de escuchar el CD de José Luis Perales, que ni recuerdo cómo llegué a obtenerlo: Era feliz como cualquier marido / junto a su mujer / pero su vida no era tan intensa / como en Falcon Crest / y aunque seguro de ser amado / como la amaba él / aquella tarde se fue de casa / para no volver... Han pasado casi tres semanas, no he visto a Matías, en cambio he llorado a mares. ¿He llorado por él? No sé, quizás he llorado por el amor que le tuve. ¿O le tengo? Muchas veces he soñado que sonaba el teléfono y era Matías y decía que me quería, que me extrañaba, que no podía vivir ni un minuto sin mí. Y cuántas veces no he tenido enormes deseos de ir al local donde tocaba la guitarra y escuchar ese canto, que estoy segura, me lo dedicaba: El día que tú te marches, lloraré / dirás adiós con un beso y yo quedaré / sentado en mi sillón / perdida la razón / mis ojos verán cerrarse la puerta / y el viejo boulevar / tus pasos llevará / seguros, hasta la barra de un bar... Tres semanas y estoy llorando. Yo, una mujer emancipada, sufre por el abandono de un hombre. Yo, que he sabido medir mis sentimientos, que he jugado premeditadamente con los hombres, que los he usado para sosegar mis pasiones; han pasado tres semanas y como una loca lloro desesperada por un hombre. Un hombre, un macho por todos los lados que quiera mirársele. La vida y sus contradicciones y sus sorpresas. Me enamoré, él se fue; simplemente, abrió la puerta y, sin despedirse, se fue... ¿Es acaso ese pan que en la puerta del horno se nos quema?, como solía repetir Joaquín, el poeta. Yo que, desde la separación de aquel hombre tierno y reposado, padre de mi hija, he gozado con una ringlera de hombres, algunos cariñosos, otros sentimentales; algunos más simpáticos que otros, algunos más altos y morenos, en fin... Todos muy machos, o por lo menos así se creían, o les hacía creer, y sobre todo: muy misios, o sea, pobres; en resumen: pobres diablos. Mariposita, mariposita / ¿quién te ha dicho que soy casada? / Soy casada por esta noche / y soltera toda la vida. / Mariposita, mariposita / ¿quién te ha dicho que tengo novio? / Tengo novio por divertirme / y un esposo pa’ no aburrirme... Y Matías llegó a mi vida como uno de esos hombres a quienes amé fugazmente, con intensidad, y sin compromisos. Las sábanas guardan con viveza su olor, su voz, sus gemidos. Matías no era hermoso, pero su rostro aindiado tenía un atractivo singular. Sus ideas no eran compatibles con las mías, en tanto me adhiero a la igualdad entre los hombres y las mujeres. Matías no se interesaba por la política, por las cosas que pasan en el mundo, pero en la cama era un campeón, sabía darme lo que quería... Niña, te quiero decir / que tengo en computadora / un gigabyte de tus besos / y un floppy de tu persona. / Niña, te quiero decir / que sólo tu me interesas / y el mouse que mueve tu boca / me formatea la cabeza. / Niña, te quiero decir / que en mi PC sólo tengo / un monitor con tus ojos / y un CD-ROM de tu cuerpo. / Y yo quiero mandarte un recadito / ábreme tu e-mail... Matías tenía el sexo pequeño, pero tenía sus mañas para explorarme, conocía su deber, cumplía con creces su rol de varón para elevar mis ganas exponencialmente. ¿Qué me amó? No sé, como nadie debe estar segura del amor de un hombre. ¿Qué yo le amé? De eso estoy segura. Segurísima. Le amé ¿Aún le amo? No sé, pero lloro, no me puedo contener. Creerán que estoy loca, o como diría Beatrix, con ese lenguaje marginal: Eres una cojuda para llorar por ese güevón. La primera noche los dos estábamos borrachos, sin embargo fue un polvo que me dejó extremecida. Fue un polvo explosivo, dulce, sabroso, después de una semana de estar, como las vegetarianas, sólo a base de verdura, era ya hora de paladear un buen pedazo de carne. Amanecimos trenzados: mis brazos enredados en su cuello, nuestras piernas enlazadas, nuestros sexos baboseándose. Metí mi lengua en su boca y saboreé el licor fermentado en su paladar, entre sus dientes. Entonces me dijo: Bésame el culo, chúpame las verijas... Le dije que era feliz, entonces me calló en forma autoritaria: No seas mal educada, no se habla con la boca llena. Me hizo gracia su irreverencia, su sarcasmo. Luego se levantó, vi su pequeño pene, duro, enhiesto, y tuve deseos de metérmelo en la boca, morderlo con ternura, hambrienta. Matías pidió que me volteara. Imaginé lo que se me vendría. Mis nalgas relajadas, ansiosas, esperaban la embestida. Su sexo entró en mi sexo, revoloteó unos segundos, luego, como una serpiente escurridiza, como un bendito padre luterano, penetró en el ano. Fue un placer quemante, diferente; mordí la almohada para no gritar, clavé las uñas en la sábana; de pronto, otra vez, el placer subía y subía y no pude contenerme... Mi cuca, mi caparazón, se quedó temblando. ¿Y?... ¿Te gustó? Macho de mierda, dije para mis adentros. ¿Cuándo tuviste tu último polvo? Hace dos días, le contesté, conteniendo la rabia... Cuántas huellas de amor hemos dejado / a lo largo y a lo ancho del camino / cuántos mares navegados / cuántas lágrimas de gloria / Cuántos sueños imposibles conseguidos / atrapados en un beso sin medida / y entregados en los brazos del deseo / en el amor, no cabe nada más / en el amor, no cabe nada más...

La noche era fría, oscura.
En mi habitación, mientras sonaba un CD, la soledad estaba sentada frente a mí. No era la primera vez, pero esta soledad era diferente. Me mostraba su rostro altivo, joven y brillante; se burlaba de mí con una risa desquiciada; me oprimía... Desde la ventana de la cocina miraba pasar los autos, el ruido de sus motores sólo era un sordo rumor. Los árboles eran quietos guardianes entre la luz lechosa. Había bebido casi dos botellas de vino, intentaba nublar mi depresión, quería borrar ciertos recuerdos empeñados en seguir anidados en mi mente. Recuerdos que en mi pecho eran heridas abiertas. Matías había prometido quererme siempre, pero fueron pocos meses vividos a toda máquina, aunque si lo pienso bien, o sea, entre copa y copa, me parecían toda una vida. Más tarde llegó Beatrix con otra botella de vino. Pedirás un café / tomarás una copa y al fin / mirarás si otros ojos se fijan en ti / tendrás una nueva historia que contar / seré para ti la sombra que tiempo atrás / llenó tu corazón... No te quiero, me dijo Matías, y se fue. Y tú, como una güevona, lloras por un mierda que ni vale la pena, decía Beatrix. Tienes que despejarte. Vamos a bailar. Beatrix había peleado con su novio y tenía ganas de serle infiel, eso fue lo que dijo. Vamos al Savoy, Nadín, que esta noche quiero ponerle cachos a mi novio. Vamos al Savoy y nos levantamos un par de cubanos para curar nuestra arrechura, para ganarnos un par de buenos polvos. No tenía deseos de salir, pero Beatrix tuvo argumentos convincentes. Entonces, animada, propuse no ir solas. Aplasté al azar la memoria de mi teléfono Siemens y marqué el número de Joaquín, el poeta... Con una sola mirada y tu voz / de muñeca de salón sin alma ni pasión / seré una aventura más que pasó / tus labios irán perdiendo su color / los años irán pasando para los dos / muñeca de salón sin alma ni pasión / mis ojos verán cerrarse la puerta / sentado en mi sillón / perdida la razón / seré una aventura más que pasó... Media hora más tarde llegó Joaquín, el poeta, acompañado de Abelardo, un moreno divertido y bailarín. Abelardo había dicho a su esposa que iba con unos amigos a celebrar el cumpleaños de Matías. Cuando llegamos, el Savoy ya estaba repleto de muchachas y muchachos bailando; había grupos bebiendo alrededor de la pista; otros estaban sentados a la barra, bebían y conversaban. Beatrix y yo pedimos vino y empezamos a bailar. El vino era un líquido rojo, casi sin sabor y la música era alegre, salerosa. Bailé con Joaquín, el poeta, pegada a su cuerpo; sentí su corazón palpitar sobre uno de mis senos. Tuve deseos de besarlo y lo abracé con fuerza. Mordí suavemente sus labios y moví mi cintura y mi vientre engrasados por el ritmo, abrasados por el fuego. No, no le dije amor, ¿o sí?, pero cómo me encendía el contoneo de su pierna entre mis piernas, el flexible y ofídico meneo de sus caderas. La manos de Joaquín, el poeta, acariciaron mi espalda, se encaminaron hacia mi cintura en sugerentes y lascivos vaivenes y reventaron los tambores... Tengo un corazón / mutilado de esperanza y de razón / tengo un corazón que madruga dondequiera / ¡Ay!... / Quisiera ser un pez / para tocar mi naríz en tu pecera / y hacer burbujas de amor por dondequiera / pasar la noche en vela / mojado en ti... Y me mojé, por mi madre, qué vergüenza, pero es verdad, me mojé, justo cuando terminaba de cantar Juan Luis Guerra y su orquesta 440. El vino tinto era un aguila roja volando en picada para alcanzar a su presa que intentaba escapar y yo bailaba con Beatrix; después, con un cubano que ofreció hacerme el amor esa noche; luego, con Abelardo que reía, reía... Joaquín, el poeta, dijo: Después de Lima no he visto otra ciudad tan sucia como Hamburgo, apuesto a que todas las casas están llenas de cucarachas. El vino rojo, tinto, era sangre alimentando mi alegría; mis pies, hinchados de merengue y salsa, no dejaban de moverse; mi cintura voluptuosa se agitaba, crecía y se cargaba de alto voltaje. Escuché que Joaquín, el poeta, decía que los paraderos del U-Bahn apestaban sólo a mierda, tienen un hedor casi insoportable. Eso no es verdad, mentiroso e’ mierda, dijo Beatrix, no dudo que haya cucarachas como en cualquier otro lugar, pero lo que sí te puedo asegurar, y esto sí es verdad: Hamburgo huele a puterío, apesta a prostíbulo, que no es lo mismo que apestar a mierda. Abelardo dijo haber visto muchas ratas gordas, sin cintura, desconocedoras de dietas y aerobic, y gatos; sí, hay gatos panzones en los muelles. Aunque Luis Sepúlveda sólo habla de gatos y gaviotas y monos y marineros; también hay perros, y putas, volvió a decir Joaquín, el poeta. Luego de esa conversación, volvimos a la pista de baile. Joaquín, el poeta, buscaba alemanas para bailar, quizás también para llevarse o dejarse llevar por una de ellas. El vino rojo... El vino tinto... El vino blanco... Veo pasajes de mi vida, cuando era niña, de la mano de mi padre y comiendo un helado en una calle céntrica de Lima. Chupando un helado, pasándole la lengua por su morro rosa-amarillo, y cubriéndome del sol con una sombrilla azul-celeste. Llegamos a casa y la cena navideña estaba servida: el pavo hornado y los platos dispuestos, todos mis hermanos sentados a la mesa, sólo faltaba uno... La mesa empieza a tomar dimensiones asombrosas, inesperadas, y sobre ella caen los cadáveres de pavos degollados, las vísceras colgando de sus pechos rotos. Mi madre coloca sus manos en la boca para ahogar sus gritos; mi padre, asombrado, no sabe qué decir, y en los ojos de mis hermanos hay sorpresa, hay miedo... La mesa y las sillas sucumben ante el apiño de cadáveres que ya no son aves, son seres humanos: hombres, mujeres y niños... Un grupo de soldados entra a la casa, que tampoco es mi casa, es una humilde vivienda ayacuchana, en busca de subversivos, de literatura terrorista... Trato de ocultar todo aquello que les parezca sospechoso; decidida, empiezo a devorar los libros de Mariátegui: una página, otra página, dos y tres páginas; desesperada, meto casi todo un libro en la boca. El papel es duro, me hiere las encías, tiene sabor a viejo y la tinta corre por la comisura de mis labios... Ahora veo a mi hija Mariana en brazos de su padre; y no están en Lima ni en Ayacucho, están en Hamburgo, y su padre, o sea, mi ex marido, la arroja al Elbe desde el puente Freihafenelbbrücke. Scheiße!, dije. ¿Qué pasa, Nadín? Nada, nada, que se me acabó el vino. Abelardo trajo más vino. Ahí fue que vi a Matías, en una esquina del local, besando a una muchacha rubia. Me acerqué más y reconocí a la muchacha rubia, la muy puta trabajaba como Kellnerin en el local donde Matías hacía música. Ella me conocía, sabía que Matías era mi pareja. Si el futuro existe, ella sabía que Matías era mi futuro. Puta, carajo. Entonces me rayé. Por mi mente desfilaron: Marylin Monroe con su falda temblando al viento; el poeta César Vallejo hablando de su hermano y de su madre y de su costilla de junco y capulí; Elisabeth Taylor tratando de besar a un cubano que bailaba merengue con una rubiecita con cara de palo; Nelson Mandela explicándole a la Winnie que los derechos humanos son válidos para todos; el presidente Mao rodeada de muchachitas, todas jovencitas, virgencitas; Carlos Marx solicitando un crédito al FMI para revisar sus teorías; el escritor Miguel Gutiérrez escribiendo una autoentrevista y el famoso boxeador Mauro Mina golpeando a ciegas, con la ceja rota, dilatada... Entonces, derrotada, caí de rodillas. Lloraba a gritos. Blancos y blancas, negras y negros, morenos y cholos seguían bailando en el Savoy. En mi cabeza volvió a sonar esa melodía conocida, esa vieja canción: La música de salsa lo envolvió / la noche se hizo joven para él / la rubia de su sueño apareció / moviendo sus caderas frente a él / y entre sabor a fresa y pippermint / la rubia de su sueño lo besó / y a ritmo de Caribe sin pensar / el cielo de Madrid amaneció...

La madrugada era fría, oscura, y llovía.
Los porteros del Savoy me pedían que abandonara el local. Primero usaron el don de la palabra, después intentaron con un método más contundente: la fuerza. Respondí, primero, con un lenguaje a la altura de las circunstancias, o sea, los mandé a la mierda; luego, con todas mis fuerzas me opuse a la fuerza de los respetuosos porteros del Savoy. ¡Déjenme ir al baño!, gritaba, pero yo quería ir hacia Matías y romperle la cara a golpes, lo mismo quería hacerle a la rubia, a la muy puta. Busqué mi cartera donde tenía mi cuchillo, arma de ataque, defensa y autodefensa. Un instinto homicida me impulsaba con una fuerza desconocida, extraña y brutal. ¡Muerte a los traidores! Abelardo y Joaquín, el poeta, me rogaban que me calmara y que nos fuéramos de ahí. Pero no, la afrenta no podía quedarse así. El cerco era grande, impenetrable. Cambié de táctica. Simulé estar calmada, pero ellos estaban zanahorias, no eran lornas, y no atracaban. Dije que quería ir al baño, pero nadie me creía. ¡Vamos, carajo!, me dijo Beatrix. ¡Quiero ir al baño! Mis gritos se hicieron más gritos, más insultos, más amenazantes. ¡Muerte a los traidores! ¿Por qué me sucedía esto a mí? Los porteros del Savoy cada vez más agresivos, a gritos y a empellones intentaban sacarme del local. Beatrix también gritaba, insultaba, en mi defensa. ¡Ya nos vamos, no la toquen, carajo! ¡Déjala, concha e’ tu madre o te rompo la cara, carajo! ¡Se van a cagar conmigo, mierdas! ¡Carajo! ¡Güevones! ¡Mierdas! ¡Hijos de puta! Los insultos eran del más grueso calibre, y la calma no asomaba. Se había iniciado la guerra y debían morir los traidores. Pero nadie había muerto acribillado de palabras altisonantes, de insultos. Veía el rostro de asombro de muchos bailarines y mucha bailarinas; la sonrisa de desconcierto de otros y de otras. Matías no se movía de su rincón. La música de salsa lo envolvió / la noche se hizo joven para él / la rubia de su sueño apareció / moviendo sus caderas frente a él... Mis lágrimas... Mis gritos desesperados... ¿Por qué? ¿Por quéee? Nadie me contestaba. Cálmate. Vamos. Forcejeando con los porteros del Savoy. Llorando. Gritando. Beatrix insultaba, amenazaba con palabras grandes, palabrotas. Me equivoqué contigo / me equivoqué a lo macho / como muy pocas gentes / se habrán equivocado... Con tu carita buena / con tu mirada clara / por otras tantas cosas / hubiera yo jurado... / Pero que triste realidad me has ofrecido / qué decepción tan grande haberte conocido (Y cómo duele amar). Al fin, la puerta del Savoy. Mis gritos se apagaron, las fuerzas se aflojaron, y en un descuido, estaba otra vez en medio de la pista de baile. Buscaba a Matías y a la muchacha rubia, a los traidores. Armada con una botella rota de cerveza, me avalancé contra Matías. La muchacha rubia intentó detenerme, pero se llevó las manos a la cara y cayó al suelo. La música se ahogó, sólo unos gritos escuché, mientras subía al auto de Abelardo... Me equivoqué contigo / después de tantos años / y tantas amarguras / y tantas decepciones...

La madrugada era fría, húmeda, y llovía.
En el auto seguí llorando, gritando. Tenía un dolor, un puñal hiriendo mi pecho, hurgando mi estómago. Joaquín, el poeta, y Beatrix trataban de tranquilizarme. El auto corría velozmente por las calles mojadas de Hamburgo. Cuando llegamos a casa, Abelardo detuvo el auto y, apenas bajamos, puso el motor en marcha otra vez. Rápido, muy rápido, desapareció, como si estuviera huyendo de algo. Mis piernas se movían lentamente. Para poder avanzar tuve que apoyarme en los brazos de Joaquín, el poeta. Beatrix abrió la puerta de mi casa. Mis gritos eran multiplicados por el crujido de los peldaños de la escalera. Recién comprendí el cambio brusco de Matías, no fueron sus dudas, era otra mujer que había de por medio, como ya me lo dijo una vez Beatrix. Me estuvo mintiendo. ¿Cuánto tiempo? ¿Acaso siempre? La conversación de Joaquín, el poeta, y de Beatrix me calmó un poco, fue como un bálsamo. Reímos, sí, me repuse, y logré reír. Tomamos un té de frutas y luego nos alistamos para ir a dormir. Nos reímos del pijama de Joaquín, el poeta, y de la tanga blanca de Beatrix. Te vamos a violar, poeta. ¡Huy, qué miedo! Y reímos. Ahora llamo a tu mujer para contarle que estás durmiendo con dos mujeres. Bueno, y si ella viene, serán tres. Reímos. Carajo, me dijo Beatrix, por tu culpa voy a dormir como novicia en retiro. Échame la culpa a mí de tus incapacidades, le contesté. El escándolo que armaste, no me dio tiempo para nada, imbécil. Entonces que el poeta pague el pato. No me gustan los serranos, estos huacorretratos apestan a queso. ¡Ach, qué asco! Cholo soy y no me compadezcas, cantó Joaquín, el poeta. En cambio a mí, cómo me gustan los serranos, los cholos, los quesos, me alocan. Volvimos a reír... ¡Puaf, no, yo no me meto con serranos! Déjate de vainas, dijo Joaquín, el poeta, todos los peruanos tenemos sangre chola en las venas. Estás muy güevón, dijo Beatrix, yo soy peruana pero no tengo sangre chola ni pa’ muestra. Carajo, te salió el pedo refinado... que es lo único que tienes de gringa. Güevonazo, yo hablo alemán y eso ya me hace superior a cualquier huaco mochica. A mí me gustan los cholos, y sobre todo, cuando están bien perfumaditos. ¡Ach, qué asquerosidad, queso con perfume Gammon! Lo que pasa es que tú nunca has encontrado un serrano que te calce como debe ser. Por eso estás así, sufriendo por tus serranos como una reverenda cojuda. Reímos... El olor de Matías estaba en las sábanas y rompí otra vez en un llanto angustioso, en gritos feroces. Desconsolada. Adolorida. Sentía que desde mi estómago hasta mi pecho subía una furia incontenible. Rabia. Rencor. Odio. Joaquín, el poeta, me enjugaba las lágrimas con sus delgados y suaves dedos, yo seguí llorando. Beatrix, agotada y borracha, se quedó dormida muy pronto. Dormía haciendo rechinar los dientes. Después, me abracé al poeta, huérfana, buscando consuelo, recosté mi cabeza en su pecho, me envolví como en el seno de mi madre, y al fin, sosegada, me quedé dormida.

Amaneció. La mañana era fría, lluviosa, oscura.
Beatrix se despertó de sed y con un intenso dolor de cabeza, su novio llamó por teléfono para preguntar por ella. Joaquín, el poeta, miró la hora en su reloj, luego se levantó. Mientras desayunábamos, escuchamos la noticia que anunciaba el asesinato de un guitarrista peruano en el Savoy, una discoteca de música tropical en Hamburgo. ¡No! ¡No, no puede ser! Beatrix me abrazó, dijo: a lo mejor es una equivocación. ¿Por qué me tiene que pasar esto a mí? ¿Por qué? ¡Por quéeee! Grité. Lloré. En el lavabo limpié mi rostro; me maquillé, lo mejor que pude, para ocultar las huellas de mi sufrimiento. Vayan ustedes a sus casas, les dije a Joaquín, el poeta, y a Beatrix, y discúlpenme por estas complicaciones, pero les juro que todo esto no estaba programado, ni siquiera lo había pensado. Ocurrió como suelen ocurrir ciertas cosas que dejan huellas profundas en esta vida de mierda. O sea: me rayé y me jodí. Ellos se negaron a dejarme sola. No, dijo Beatrix, eres capaz de hacer güevadas. Mientras la policía tarda en llegar, quiero estar sola. Sola frente a la soledad, sola frente a mi infortunio... La música de salsa lo envolvió / la noche se hizo joven para él / la rubia de su sueño apareció / moviendo sus caderas frente a él / y entre sabor a fresa y pippermint / la rubia de su sueño lo besó / y a ritmo de Caribe sin pensar / el cielo de Madrid amaneció... La policía llegó cuando tomaba té con lágrimas, me explicaron mis derechos, pero no me preguntaron por mis amarguras, por mis sentimientos, y, esposada, me introdujeron en un coche celular.

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