Freitag, 18. Februar 2011

Phantonschmerzen


El doctor Alfonso Casafranca se soñó desnudo, acostado en la mesa de una iluminada sala de disección. El profesor de anatomía, de ojos verdes y cabellos rubio-plateados, se le acercó con el equipo de disección en la mano. Sintió la primera incisión como una leve caricia, no hubo dolor. Vio como su brazo era separado del cuerpo y depositado en otra mesa sobre una tela humedecida en formol. Observó la blancura del omóplato y unos hilillos de sangre coagulada. El profesor inició la preparación de la extremidad superior. El escalpelo penetró la piel, aparecieron las enérgicas aponeurosis de los músculos trapecio, deltoides y pectoral mayor. Con una pinza extrajo la grasa amarillenta, evitando dañar los nervios y vasos sanguíneos que asomaban discretamente... De pronto se sintió inundado y despertó bruscamente. Levantó los brazos intactos. Revisó la cama creyendo que una inoportuna polución nocturna la había mojado. Sólo notó un dolorcillo en las articulaciones del hombro derecho. Se vistió pensando en el terrible sueño. Frente al espejo recordó las vigorosas facciones del cirujano Roland Beckermann, con quien compartía el consultorio en el hospital, sus ágiles manos manejando con destreza todo el instrumental quirúrgico y ese trato casi paternal para con los pacientes. Mientras desayunaba los versos de su compatriota, el poeta guatemalteco Otto René Castillo, golpearon su memoria como el sordo aleteo de un ave extraña:

Y así como soy,
a veces,
el más turbio de los hombres,
hay también días,
como ahora,
en los que soy el más claro de todos
y el más propenso a la ternura...

Llegó al hospital un poco más temprano que de costumbre. En el consultorio el doctor Beckermann hacía anotaciones en una libreta de cubiertas negras. Le saludó como siempre, pero no se atrevió a contarle el sueño que había tenido. Diez minutos más tarde llegaría la doctora Sabine Plätzer, directora de la estación de cirugía general, y deberían esperarla con respuestas precisas sobre el diagnóstico y el pronóstico de los nuevos pacientes o la evolución de los postoperados. Después de esta práctica ritual, continuarían con la veloz visita médica. Una vez cumplida esta ceremonia, los doctores Beckermann y Casafranca se dirigieron a la sala de operaciones, se cambiaron rápidamente. Mientras se lavaban y desinfectaban las manos sacaban la cuenta de las posibles altas, de las habitaciones vacías, del paciente que murió de una sorpresiva embolia pulmonar. Con el pretexto de hacerle una confidencia el doctor Casafranca se acercó hasta rozar el cuerpo del doctor Beckermann. Un arrebato de deseo le estremeció y un leve mareo obnubiló sus ojos al ver las manos hermosas del joven cirujano...
Después de casi tres horas abandonaron la sala de operaciones. El comedor del hospital parecía la sala del Paraíso atestada de ángeles. El doctor Alfonso Casafranca estaba diciendo que los alemanes sólo leen lo que recomiendan en Der Spiegel pero muchas de esas novelas son como Berlín, “más fama que realidad”. Sin dejar de comer, el doctor Beckermann escuchaba atento. Cuando Casafranca dijo que prefería leer autores marginales que sólo son conocidos en los lugares donde escriben, el doctor Roland Beckermann terminaba de comer, sacó un cigarrillo y la primera bocanada de humo la lanzó hacia el techo. Entonces el doctor Casafranca se apuró a decirle:
-¿Sabes? -y se calló.
El doctor Beckermann volvió a aspirar su cigarrillo, mientras el doctor Casafranca era un mar de dudas. Estaba a punto de retractarse, pero venciendo los últimos eslabones de su timidez resolvió decírselo:
-Anoche soñé contigo.
La frase fue sólo un susurro, como si se lo hubiera dicho a sí mismo. Su mano nerviosa hundió el tenedor en el bistec y se arrepintió haberle confiado su secreto.
-Que casualidad, -contestó el doctor Beckermann- yo también soñé contigo.
Un golpe de sangre se apuró en llegar hasta el rostro del doctor Casafranca, no supo a donde dirigir la mirada enfebrecida. Esperaba un reproche, un «qué cosa», hasta un «maricón de mierda»; ya se lo habían dicho cuando, con insólito coraje, se atrevía a expresar sus sentimientos.
-¿Verdad? -preguntó con un rostro repleto de interrogantes.
El doctor Beckermann no contestó, se levantó y abandonó el comedor.
Ya en su casa Alfonso Casafranca, ataviado con su nuevo pijama de seda china y el símbolo de masculinidad sobre el pecho, apuró las últimas gotas de un blanco de Bacardi. Luego se metió en la cama con ansias de seguir leyendo House of God de Samuel Shem. Antes de quedarse dormido recordó haber escuchado decir: «Los cirujanos son como los gatos, las cagadas las entierran.» Luego, por unos minutos centró sus pensamientos en su colega, el doctor Roland Beckermann...
Esta vez el sueño fue mucho más allá del anterior. El profesor de anatomía era el doctor Beckermann. La sala de disección despedía un penetrante olor a formol. Beckermann alineó el  escalpelo y las pinzas al borde de la cama y empezó a chuparle los dedos del pie, a arrancarle la carne a trocitos. El doctor Alfonso Casafranca le tomó las manos al doctor Roland Beckermann, las besó, luego se abrazó a su largo cuello. Cariño mío, compañero. Sus labios acariciaron el rostro perfectamente rasurado y le besó en la boca. El doctor Beckermann se soltó y, con el escalpelo en la mano, se lanzó sobre su pecho. El esternón crujió ante la embestida de los agresivos filos del cuchillo y la sangre estalló en cientos de estrellas rojas colgándose de los hilos platinados de los nervios intercostales. Sin embargo el corazón siguió su ritmo. El corte dejó al descubierto el diafragma y la cavidad peritoneal. El doctor Casafranca sintió un placentero dolor al ver que sus intestinos, enredando a su corazón, eran depositados sobre la mesa... Al día siguiente se despertó feliz, frente al espejo se vio hermoso, más joven, había desaparecido la laxitud muscular del abdomen, hizo unas cuantas barras y flexiones y se metió a la ducha. Las heridas de los dedos no eran de consideración. Cuando llegó al hospital se lo contó al doctor Beckermann.
-Un experto cirujano no deja cicatrices, -comentó el doctor Beckermann.
 Eran casi las seis de la tarde cuando el doctor Casafranca colgaba el guardapolvo en el perchero. Miró su reloj mientras se enfundaba en su nuevo jeans impecablemente limpio y sin arrugas. Luego se puso los zapatos negros y terminó alisando, con los dedos, su cabello castaño oscuro. Antes de abandonar la habitación, ordenó algunos papeles que se apilaban sobre el escritorio. Mientras colocaba la llave en la cerradura, leyó entretenido el letrero pegado en la parte superior de la puerta: «En caso de efectos secundarios, coma la información y péguele a su médico o farmacéutico». Atravesó los estériles y silenciosos pasillos del Hospital. Había pasado cerca de cinco horas en el quirófano reconstruyendo el destrozado pie de un muchacho arrollado por un camión. Estaba cansado, ojeras violáceas enmarcaban sus ojos… Al fin asomó la calle, la nieve descansando sobre las desnudas copas de los árboles. Veloces ráfagas de aire frío acariciaron el rostro del doctor Casafranca. La temprana oscuridad fantasmagoreaba las calles y las luces de los autos. El hospital quedó a sus espaldas y el doctor Casafranca se colocó el Walkman, la música entró a chorros por sus oídos, le aturdió y así caminó, como volando sobre el vaivén de los sonidos instrumentales. Quería llegar pronto a casa, ducharse y meterse en la cama, pero por otro lado, el miedo a pasar otra noche solo, lo llenó de desolación. Frustrados amores le dolían, como el dolor que sienten los mutilados en el miembro que ya no poseen. Recordó con alegría la conversación de ese medio día con el doctor Beckermann. El doctor Roland Beckermann  pensó no era como el resto de sus colegas, tenía una cultura que rebasaba la ciencia médica, y esto lo hacía simpático e interesante. Había leído a los autores más representativos de la literatura alemana con la misma pasión que a un manual de cirugía. Una vez, durante el almuerzo en la terraza del comedor, sorprendió a sus colegas recitando los siguientes versos:

A los cinco años era para mí... todo muy claro.
En China se hablaba francés
en África había un pájaro llamado canguro
y la virgen María era católica y tenía un
vestido azul cielo.
Era de cera y del Dios amado su madre

«Ha sido una muestra de Arno Holz, uno de los representantes del naturalismo consecuente», explicó. Sus colegas, quienes tan sólo se limitaban a tratar temas relacionados con patologías y técnicas quirúrgicas, sonrieron desconcertados. «La poesía es la medicina del alma» agregó el doctor Beckermann, pero nadie, a excepción del doctor Casafranca, le quiso escuchar…
El próximo sueño fue una lección inolvidable. El profesor de anatomía, Roland Beckermann, apareció leyendo a Pablo Neruda:

Cuando no puedo mirar tu cara
miro tus pies.
Tus pies de hueso arqueado,
tus pequeños pies duros.
Yo sé que te sostienen,
y que tu dulce peso
sobre ellos se levanta...

El escalpelo cortó la piel, buscó la articulación metatarso-falángica y una suave incisión hizo rodar el dígito.

Cuando tus manos salen,
amor, hacia las mías,
¿qué me traen volando?
¿Por qué se detuvieron
en mi boca, de pronto...
como si antes de ser
hubieran recorrido
mi frente, mi cintura...

Como trazando una línea divisoria entre el metacarpo y las falanges, el doctor Beckermann hundió lentamente el escalpelo y colocó sobre el pecho de Alfonso Casafranca esa extremidad así mutilada, a continuación realizó la misma operación con los dedos de la otra mano. Llorando de felicidad, el doctor Casafranca recordó al poeta José F.A. Oliver:

Soy el esbozo de un cuerpo,
que se va. Se va para siempre.
Es un despertar sin retorno.
Un despertar,
cómo sólo en Alemania se puede despertar.
Cómo sólo en Alemania se tiene que despertar.
Cómo serás obligado a despertar en Alemania.

El doctor Beckermann arrojó el escalpelo y las pinzas anatómicas, dejó caer el guardapolvo a sus pies, se sentó a su lado y terminó de recitar un poema de César Vallejo:

Hoy es más diferente todavía;
hoy sufro dulce, amargamente,
bebo tu sangre en cuanto a Cristo el duro,
como tu hueso en cuanto a Cristo el suave,
porque te quiero, dos a dos, Alfonso,
y casi lo podría decir, eternamente...

Al despertar las manos mutiladas del doctor Alfonso Casafranca sangraban abundantemente. Realizando grandes esfuerzos detuvo la hemorragia y vendó las heridas. Por suerte su teléfono era digital y pudo marcar el número del hospital para avisar que estaba enfermo y no podía ir a trabajar.
No tenía ganas ni fuerzas para prepararse el desayuno y volvió a meterse en la cama. Empezaba a quedarse dormido cuando el timbre de la puerta sonó estrepitosamente, pero no hizo caso más bien se arrulló bajo las frazadas. El sueño fue ahora brutal, pero al doctor Casafranca no le causaba dolor, por el contrario, lo llenaba de paradisíacas y tumultuosas impresiones. El doctor Beckermann le hincaba los muslos. Venas, arterias, así como el nervio ciático colgaban como flecos, como las cuerdas de una guitarra rota. Vio su fémur derecho con restos de los meniscos y de los ligamentos colaterales de la tibia y el peroné; el fémur izquierdo blanqueaba en el suelo, pero Alfonso Casafranca no le dio importancia al asunto, no era sonámbulo, por lo tanto, no necesitaba las piernas durante el sueño. La cama levantaba olas escarlatas. El teléfono aulló y el doctor Casafranca apenas abrió los ojos somnolientos, ya no pudo levantarse…
Días después, en la estación de cirugía del hospital se comentaba la ausencia persistente del doctor Alfonso Casafranca. Los intentos de comunicarse con él telefónicamente fueron inútiles. Finalmente el doctor Roland Beckermann decidió avisar a la policía. Algunas horas más tarde un coche policial llegó a la dirección indicada. Dos fornidos policías bajaron del vehículo, se detuvieron frente a la puerta del apartamento y tocaron el timbre repetidas veces. Al no recibir ninguna contestación, violentaron la puerta y descubrieron, bajo las frazadas ensangrentadas, el mutilado cuerpo del doctor Casafranca.

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